Veinte años después de firmar el contrato de trabajo con la empresa Tecuento, las historias salen a su encuentro por la carretera que le conducía una mañana más a la rutina. Los cuentos le reclaman un sitio en su vida, hartos de morir, de desaparecer para siempre después de ser leídos; así eran las normas de la empresa. Un vendedor de historias, la habitación, Rafaela y el reloj. Donde todos…
En ese preciso momento en el que sus personajes volaban por un salón amplio y luminoso, o por una sala pequeña y en penumbra, o de árbol a árbol por un inmenso jardín, en esos momentos que hubiese necesitado ser un protagonista más, se convertía en un simple orador. Con buena entonación, sí, que sabía dón- de alzar la voz y dónde hacerla casi desaparecer, dónde leer un silencio, dónde separar las palabras con una coma y dónde frenar, en seco, con el punto y final. Era un profesional. Pero buscaba algo más.