El idiota de Dostoyevski es un tratado sobre el hombre y un catálogo de las fuerzas que lo entrelazan. Convertir una novela como un océano en una obra de teatro de cámara exige aventurarse hacia una captación poética de la esencia y los temas de la obra. Debe haber espacio para el gesto animado, la palabra de amor, el juego y el silencio, pero también para la desesperación, el grito, la mirada incierta, la culpa, la duda, el lamento y el perdón.
Lev Nikoláyevich, el príncipe Myshkin, es muy humano, pero más que un personaje es un ideal entre lo bello y lo frágil, cuya pureza rompe contra la tormenta del mundo. Myshkin, figura del loco-cuerdo, es un símbolo de la calma, la ternura y la verdad: la verdad que se hace insoportable a los hombres, y que contornan para poder sobrevivir. La cruzada de Myshkin es una llamada del espíritu ante lo intolerable, ante aquello que nos hace violencia y vuelve impropia la existencia del hombre; es una búsqueda no tanto de la razón como de lo razonable, del Bien que es la justicia en común y la vida con autenticidad. La condición humana parece sin embargo oponerse a todo ello con las pasiones, el deseo que nos asalta, la impureza, el mal y el poder. Esta lucha de fuerzas es el drama de nuestros cinco personajes, cuya esperanza parece quedar en el perdón y la aceptación, y también en ese amor, más angelical que erótico, que es la compasión. No hay libertad en el mundo si, con devoción y ternura, no somos en el otro.