Una editora madura, enamorada de un cantante indie al que casi dobla en edad, cruza una mañana la Gran Vía madrileña y, al sacudir la ceniza de su cigarrillo, una brasa sale disparada sobre la cabeza de un bebé. Diez minutos después, ante un juez que quiere comprar su piso, duda. Un joven electricista de crucero por el Nilo acumula trozos de moqueta, piedras y flotadores para crear una instalación inspirada en su vida insignificante. Dieciséis años después, un periodista encuentra un dedal en la orilla de un canal de Ámsterdam y se cita con un ex novio al que han violado. Una noche de septiembre unos médicos celebran una cena accidentada en una casa llena de muebles orientales. Poco más de un año después, un camello en apuros solicita refugio en la pedanía donde se ha recluido un antiguo amigo, en paro y deprimido.
Estas tres –u ocho– situaciones no dejan de tener cosas en común, hilos que se cruzan, rastreables por otro lado en la obra de Luis Magrinyà: padres e hijos, reencuentros arduos, trabajos capciosos, trastornos mentales, artistas con psicología y relaciones posibles en un mundo imposible. Sus protagonistas, ilegítimos en la tradición novelesca, son gente que, a pesar de gozar de inteligencia y sensibilidad, no cargan sobre sus espaldas el peso del mundo. Todo, sin embargo, se sucede, se articula, formando una cadena con eslabones rotos, pero una cadena al fin y al cabo.
El lector es invitado a subirse a un tren en marcha del que desconoce su origen y destino.