Carta dirigida a Luís Racionero en 1995

por Javier Bodas Ortega

A D. Luís Racionero a propósito de su libro «El arte de escribir»

Puede ser por haberme sentido incluido entre las personas a quienes Vd. dedica su libro «El arte de escribir», especialmente cuando lo hace «a quienes no amedrentados por lo que en él se advierte, persistan en el sanguinario propósito de escribir».

Puede ser por la envidia que he sentido al leer el capítulo de «Mi biografía literaria» y descubrir la proximidad suya a escritores de relieve en su etapa en Estados Unidos que contribuyeron a que se «soltase», e incluso a que su vida tomase un giro decisivo hacia la Escritura desde el Urbanismo en Berkeley.

Puede ser por buscar razones que justifiquen las vocaciones tardías de los escritores o mejor dicho escritores de vocación tardía.

O más sencillamente puede ser intentar buscar una justificación para que un Ingeniero Industrial camino de los cincuenta años tras largo caminar entre las escuelas técnicas primero de grado medio, luego superiores, cursos de post-grado en medio ambiente, en urbanismo y no sé cuantos más, se enrede como si cayera «En brazos de la mujer madura», tan inocentemente como el adolescente descrito en esa novela de Stephen Vizinczey. Con la variante en mi caso de que el adolescente no es tal sino un tío hecho y derecho de 47 años, y que la mujer madura tampoco es mujer, aunque sí madura, es ella la poesía, ante la cual, a mis años, me voy descubriendo y me va encantando en el sentido más profundo del «encantamiento» que también voy descubriendo a estas alturas de mi vida con la literatura.

Cualquiera de las razones expuestas podría justificar mi incontenible deseo de dirigirme a Vd. nada más terminar de leer su libro, sin saber muy bien para qué. Tal vez solo para dejar constancia escrita de las múltiples dudas que en este par de años o tres, que llevo pluriempleado en esta afición que debía latir dentro de mí ya hace mucho y que una vida tan ordenada, organizada y quizá programada, familia, profesión y no sé cuantas supuestas «responsabilidades» más, me lastran un globo interior que no deja de hincharse y seducirme queriendo volar y volar.

La capacidad de reacción de una vida ordenada enseguida piensa en la asistencia a cursos, talleres de literatura, poesía, rellenando poco a poco esa laguna personal que también debía latir muy profundamente en mí, al extremo de empezar a vislumbrar posibles metamorfosis no sé si reales o ficticias dentro de una parte de la vida que parece esperar transformación.

No es común encontrar a estas alturas como pudo usted encontrar en el campus revolucionario de Berkeley compañeros de grado o profesión o simplemente de edad, experimentando transformaciones semejantes, o incluso tener por vecinos poetas o escritores con los que poder contrastar inquietudes que puedan representar cambios en la vida o reflejos. Más bien uno evoluciona a veces muy en solitario, tanto que, sobre todo si esa evolución parte de una historia anterior aparentemente consolidada, se llega a dudar si representa un deseo, un refugio o una huida del tiempo real hacia la cabaña de ermitaño que le sirva de espectador.

Gil de Biedma con las «Palabras del verbo» me deslumbra cuando dice «creer que quería ser poeta cuando en el fondo quería ser poema», y José A. Valente, con sus «Palabras de la tribu», me sirven de introducción entre otros para tomar con auténtica emoción y placer el acto creador de su libro «El arte de escribir».

Al extremo de que uno empieza cada vez más a sentir la necesidad de cortar amarras y soltar lastres que permitan navegar y hasta volar en nuevos rumbos sin corsés ni programas sino llenos de imaginación. A ello me incita su libro.

Javier Bodas Ortega
Junio, 1995

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