Cómo conocí a … Joseph Conrad y a Ambrose Bierce

por Alvaeno

Dos apuestas como antídoto a la estupidez
Por Marcos Morneo

El miedo siempre permanece.
Joseph Conrad

Aquí, en este lugar rural (Yegen, Granada) al que llegué hace unos años, he podido disfrutar de unos relatos que hace tiempo había leído y que al retomarlos me han hecho recordar otra época en los que estuve ejerciendo como profesor de literatura en un instituto de las afueras de Guayaquil. Entonces les mostré a mis alumnos a dos autores, digamos, no aptos para todos los públicos como son Joseph Conrad (Polonia, 1857) y Ambrose Bierce (Ohio, EE.UU, 1842).

El Club de los parricidas de Bierce, y Un puesto avanzado del progreso de Conrad, (ambos editados por Traspiés), nos introducen en un mundo sórdido y sarcástico a la vez, en el caso del primero en el que el autor nos narra varias maneras de acabar con los padres que tiene cada uno de los protagonistas de los relatos. Hay que decir que a pesar de lo horrible que puede ser un asesinato, un parricidio es mucho más horroroso, sin embargo en El Club de los parricidas, Ambrose Bierce describe los crímenes con tal naturalidad, que, incluso, nos parecen cómicos ya que el autor sabe usar un lenguaje irónico, no exento de perversidad y a la vez, por paradójico que nos parezca, de candidez dotando a víctimas y verdugos de un sentido de humor, humor negro, que choca con las acciones que llevan a cabo, tanto los primeros como los segundos. Claro que Bierce fantasea sacando, probablemente, a la luz sus deseos reprimidos en cuanto a que a él también le hubiera gustado usar alguno de los procedimientos empleados por sus personajes, para acabar con sus progenitores.

Y para terminar con estos apuntes que he anotado bajo un frondoso nogal que tengo en la parte alta de mi huerto, les comento el relato de Conrad, Un puesto avanzado del progreso, relato que nos muestra la cara más oscura y menos mostrada del colonialismo en África, lugar donde transcurre esta historia en la que Conrad denuncia la hipocresía del colonialismo y la de los hombres que lo sustentan. Nos dice Conrad:

-No vale la pena preocuparse por el destino de una humanidad condenada en último término a perecer de frío. Si crees en cualquier posibilidad de mejora, desengáñate, pues la perfección que pretendes alcanzar desembocará inevitablemente en frío, oscuridad y silencio.

Un mensaje cargado de pesimismo, pero no es de extrañar al saber que este autor tuvo la ocasión de observar la estupidez con la que los hombres de su época actuaban, no muy lejana a como lo hacen los hombres de hoy, capaces de aniquilarse estúpidamente antes de reconocer que están equivocados en cuanto a la forma de vida que han elegido.

Recuerdo el final del relato de Conrad y la pregunta que les formulé a mis alumnos de aquel instituto en Guayaquil, y creo conveniente dejarla aquí para que el lector le busque una acertada respuesta. La que dieron mis alumnos la conservo como un preciado tesoro.
¿Existe algún modo de salvar al ser humano de su estupidez para evitar que éste se extinga por completo?

-El miedo siempre permanece. Un hombre puede matar lo que hay en su interior: el amor, el odio, sus creencias, incluso sus dudas. Pero mientras se aferre a la vida, no podrá destruir el miedo; el miedo sutil, indestructible, terrible, que invade su ser, que tiñe sus pensamientos, que acecha en su corazón, que vigila en sus labios la lucha por el último aliento.

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