Daba por entonces los últimos retoques a esta antología poética cuando escuché en la calle lamentarse a una desconocida por haber participado en algo que le hizo preguntarse al fin “quién me mandaría meterme donde nadie me llama…”
La mujer se perdió con su charla y sus amigas acera adelante y yo abandoné sobre la marcha un título que me había costado meses elegir. Porque aquellas cuatro palabras resumían de pronto de una forma fortuita, pero también más plástica e inclemente, una de las más tercas constantes de mi vida. Y al decir mi vida quiero decir mi poesía, aunque semejante paralelismo incomode a algunos colegas a quienes sin embargo tarde o temprano les habrá ocurrido algo similar, náufragos todos en los turbulentos vasos comunicantes que vinculan lo escrito y lo acontecido y por los que circula un destino común: ser sencilla y simplemente… poetas. Poetas a secas.
Condenados por tanto a escrivivirse. A entrometerse de una u otra forma en todo aquello que les conduce al charco, la caricia y la belleza, pero también al vértigo, la tos, los miedos de uno mismo y la intemperie del otro convertidos finalmente en un abismo del que sólo les salvará la condición mayor de la poesía: su valor terapéutico.
Creo firmemente en ello. Como me reconozco aun en el famoso lema de los poetas goliardos «Bajemos a las Plazas», y en la no menos mítica proclama de los modernos cantautores: «Aunque mis letras sean tristes, espero que mi música sea feliz…» Y útil.
Fernando Beltrá