
Clitemnestra nunca tuvo un amante,
jamás un hombre despertó la tenue primavera
de su piel, las flores de su pecho;
Egisto no existió. Quizá solo en su mente,
en el torpe argumento con que justificó
su ciego asesinato.
Ella nunca fue infiel;
un desierto de piedras y resecos olivos
le oscurecía el vientre y la ira del invierno
helaba su sonrisa y acallaba las olas
que pugnaban por batir en sus senos.
Un maremoto turbio arrasó los palacios
que habitó cuando niña cerca de los delfines
y un manto de ceniza ancestral y asfixiante
sepultó el incipiente latido de su sexo.
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