Los traductores han sido históricamente acusados de ser unos traidores. Si a los editores Goethe los enviaba directamente al averno, por ser hijos del diablo, aquellos siguen siendo condenados a un infierno peor: el del olvido. La novelista Amelia Pérez de Villar –a su vez traductora de James, Wharton, Kipling, Brontë, Stevenson y d’Annunzio– aborda en este apasionado e intenso ensayo una reflexión lúcida y comprometida con un oficio que, sin renunciar al rigor y la profesionalidad, considera artesano.
No es una profesión apta para simples titulados en traductología –«el diccionario se queda siempre corto»–, sino para iniciados con horas de vuelo, para los que la vocación no deja de ser aliada de la experiencia, la sabiduría, el instinto y la cultura. Un trabajo oscuro, solitario y discreto, que hoy más que nunca, tras su reconocimiento legislativo, exige respeto y un pago justo.
Soldados de fortuna, los traductores se enfrentan a múltiples enemigos: la invisibilidad; el permanente silencio de la crítica –apenas ocupa una línea citar al traductor–; la falta de reconocimiento, tanto profesional como social; el intrusismo; la inseguridad laboral; los ingresos exiguos; y hasta la tendencia al «aplanamiento» de ciertos editores.