© Rafael Balanzá
“Los asesinos lentos” fue publicada por Siruela en marzo de 2010, coincidiendo con las conmociones sociales y políticas que desencadenó la crisis financiera de 2008. Esa debacle económica había llegado a suelo patrio como una tormenta engelante de película apocalíptica, de esas que a medida que avanzan lo congelan todo a su paso. El último número de la revista cultural El Kraken –llevábamos 7 años editándola, sin interrupción-, vio la luz en enero de 2009. Todos los patrocinios se habían caído como fichas de dominó. Nadie tenía dinero para publicidad. Fueron días frustrantes; pero en septiembre de ese mismo año (“a la vida le gustan las simetrías y los leves anacronismos”, dice Borges en El Sur), me llamó a casa Rosa Regás para comunicarme que había ganado el Café Gijón de novela.
En febrero fui a Madrid a presentar el libro ante la prensa y un selecto grupo de invitados, incluyendo corresponsales extranjeros. Yo no contaba con ninguna clase de apoyo extraliterario (presencia en medios de comunicación, cargo relevante en alguna universidad o institución…) y la obra no trataba un tema que supusiera una apuesta segura. A preguntas de los periodistas, la definí como “novela negra sui generis”. Lo cierto era que ni siquiera ofrecía un detective simpático al que agarrarse. El lector debía aceptar un juego exigente y sin concesiones. A día de hoy, sigue siendo un misterio para mí que la novela recibiera la aprobación unánime de la crítica y cosechara un notable éxito comercial: tres ediciones, audiolibro, traducción al italiano…
Muchas cosas han cambiado durante estos 15 años. Después de la crisis financiera y del subsiguiente pinchazo de la burbuja editorial, ya nada ha vuelto a ser lo mismo. La crítica literaria es ahora irrelevante. Los últimos grandes referentes (Ricardo Senabre, Rafael Conte) desaparecieron y la literatura de valor artístico tiene hoy un papel marginal. Triunfa la autoedición, pero ni siquiera los best-sellers se venden como antes. Los libros de mayor éxito suelen ser obras de género -folletines históricos y novelas negras de fórmula- o los que explotan temas recurrentes: nazismo, Guerra Civil… Productos seriados que pronto estarán al alcance de la inteligencia artificial. Mientras eso llega, ha aparecido una nueva categoría, la del “lectoescribidor”. Son lectores que durante un tiempo pasan a ser galeotes para las editoriales. Pero si un autor no vende más de 50 mil ejemplares, el aliciente económico es insignificante, comparado con el de los youtubers, por ejemplo; y cuando descubre además que el “prestigio literario” casi no existe -sobre todo en el ámbito comercial- abandona y es sustituido por otro. Félix de Azúa dijo hace unos años que la novela con mayúscula agoniza. Y todo esto coincide (qué casualidad) con un ascenso brutal de la ultraderecha. Después de la pandemia, la narrativa intenta sobrevivir en competencia con series y videojuegos. La llave de la posteridad pronto pasará a la generación de mi hijo. En ese incierto futuro, en el punto de mira de drones, misiles y asteroides, quedarán muy pocos libros de esta época. Sin embargo -sostiene Javier Gomá-, la posteridad, por ilusoria o remota que la consideremos, sigue siendo el objetivo legítimo del verdadero artista.