El mito de la felicidad y sus voceros hispánicos.

por Rafael Balanzá

Me habla un amigo del último libro de Punset, que el propio autor presenta como una proclama a favor del optimismo y de una factible felicidad terrenal. Estamos de acuerdo los dos en que este hombre hace un papel fulero en la tele, aunque seguimos sus programas, más que nada por la ocasional relevancia de los invitados. Esto hay que concedérselo. Pero el divulgador, en sí mismo, se parece mucho al conejito Duracell en su momento crepuscular, cuando se le agota la pila. Solo que en grabación slow motion de unos mil cuadros por segundo. Sus entrevistas son a menudo un puro gorjeo trufado de pedos mentales, o flatus vocis, que era como los llamaban muy finamente los latinos. Espero que nadie tache de crueles estas bromas. Nótese que el hombre hace tiempo que tiene todo el pescado vendido y, además, resulta muy improbable que llegue a alcanzarlo este escrito. Otra cosa que me parece digna de elogio –para compensar, y que se vea que procuramos la justicia- es que se haya prestado a su propia parodia en el programa de José Mota.

El caso es que Punset es uno más de entre los varios charlatanes españoles responsables de haber inflado hasta lo insoportable el mito de la felicidad, cuya versión actual empezó a moldearse en la Ilustración. Otros papagayos autoayudados que están en esa misma onda de la beatitud laica son Savater, Sádaba e incluso José Antonio Marina; aunque este último me parece más digno del título de intelectual que los otros tres, al menos por su primer libro -el resto, qué pena, me parece morralla-.

Esta bola de nieve arrancó hace ya mucho tiempo, con ilusos de tanto pedigrí progresista como Condorcet o ese otro estupendo ejemplar del humanismo pichafloja llamado Feuerbach. De lo más ridículo que ha parido la mente moderna es aquella gilipollez del “Ser Genérico”. ¡Qué bien le contestó Max Stirner con “El único y su propiedad”! En España esta idea de que tenemos derecho a la felicidad ha calado muy hondo. Una vez le oí decir a Sergi Pàmies que el derecho a la felicidad ha derivado en la obligación de ser feliz y que esa es una de las peores lacras del mundo contemporáneo. No puedo estar más de acuerdo. Thomas Jefferson se encargó de incluir en la Declaración de Independencia de Estados Unidos el derecho a buscar la propia dicha. Advirtamos que esto es algo muy distinto del derecho a la felicidad misma. Quiero decir (¿qué haré con esta lujuriante inclinación mía a divagar?) en resumen, que no estamos en la vida sobre todo para ser felices, sino para llevar una existencia decente y cumplir con nuestra obligación. Frente a esta visión moral de las cosas solo admito la alternativa de un nihilismo vigoroso y consecuente como el de Nietzsche, pero me niego a tolerar las mariconadas de la Ilustración o de la izquierda hegeliana.

¿Que qué quiero decir con eso de que cada cual debe cumplir con su obligación? Pongamos algunos ejemplos. Si eres capitán de barco, no abandones la nave el primero durante un naufragio. Si eres político, no aceptes coimas, ni siquiera regalos, por modestos y discretos que sean; más bien convierte tu vida en una penitencia, en un auténtico Gólgota de trabajo y sacrificio a favor de tu comunidad. Si eres profesor, esfuérzate pese a las malas condiciones para la docencia que los políticos te deparan y lucha por dar una buena formación y un apoyo constante a los alumnos de familias pobres que muestren interés en sus estudios. Si eres periodista, no seas servil, trata de llevar a cabo un trabajo concienzudo de crítica y denuncia cuando sea preciso. Y si eres escritor (¡mi jactancioso y petulante amigo!) intenta decir la verdad. Redacta artículos moralizantes, amarguetas e impopulares que no te ayuden nada a vender más libros.

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