Confidencias

por Rafael Balanzá

Yo debería simpatizar muchísimo con el 15M. Nunca he votado a partido político alguno y siempre me he considerado al margen, o más bien en contra, de eso que con un término abstracto que ha hecho fortuna -ya que se puede utilizar sin los rigores de una definición precisa y sirve de comodín a todo el que tiene alguna queja- hemos dado en llamar “el sistema”. Supongo que forma parte de mi idiosincrasia, como el hecho de no haber cobrado jamás el paro o mi temprana deserción de los estudios universitarios, entre otras hazañas. “I would prefer not to do”, en palabras del inefable Bartleby.

Y puede que simpatice, de algún modo, con el 15M (como también simpatizo con la causa de la enseñanza pública, de plena actualidad cuando escribo esto) pero me encuentro muy lejos de militar en él o incluso de apoyarlo. Entre otras razones por el grouchiano aforismo de que no pertenecería jamás a un club que admitiera a gente como yo. Puedo aducir, además, alguna razón de tipo práctico. Si en España no hubiera dos partidos borreguiles y miserables a los que vota casi todo el mundo, el país se volvería tan ingobernable como Grecia. Seguramente acabaríamos fuera del Euro y la renta per cápita caería a niveles subsaharianos. Me obligan a ser cínico: desprecio la política española, pero esta mefítica democracia con su ridículo turno de partidos es preferible a una dictadura, y también es mejor que una debacle económica. Por eso espero que estos ingenuos amotinados no tengan demasiado éxito y que la gente siga eligiendo dócilmente las lentejas con o sin chorizo que vienen en el menú. Uno tiende a comportarse frente a la mezcla de utopía y estupidez –sobre todo si tiene un hijo- como ante la combinación de ántrax y estación de metro, o barco de crucero y capitán napolitano…., creo que se comprende lo que quiero decir.

Hace poco he vuelto a ver la soberbia película de Visconti “Confidencias”. Dejando a un lado algún capricho mórbido ligeramente irritante (Burt Lancaster y el joven Helmut Berger formando efímeramente una especie de pietà profana y homosexual en una cocina Art Decó devastada por una explosión) la historia me sigue conmoviendo. Visconti habla de una contradicción muy típica de su tiempo: la del intelectual de izquierdas, como él, que a la hora de la verdad no soporta la vulgaridad y quiere mantener su existencia solitaria y narcisista, su burguesa inclinación al arte exquisito. Pero en algo los tiempos han cambiado. El fruto tardío de la democracia no ha resultado ser ningún paraíso socialista, ninguna utopía angelical, sino el jodido y asqueroso capitalismo del mercado global. Como denunciaba el profesor Ruiz Soroa en un excelente artículo (“El cáncer de la democracia”) publicado recientemente en El País, “No somos conscientes de hasta qué punto es la misma urdimbre de nuestros valores, y no solo los fenómenos económicos, la que provoca el crecimiento imparable de la desigualdad de rentas y riqueza”. Sin embargo la cuestión de fondo que plantea la película sigue en pie. Ya gire a la derecha o a la izquierda, la democracia, como la vulgaridad, siempre asquea al diletante, al artista, lo confiese o no; y por mucho que la acepte como un mal menor. Puede que eso tenga algo que ver con el hecho de que yo tienda a sustituir últimamente los telediarios y sus tediosas primas de riesgo por lancinantes e inmortales poemas de Leopardi, por cristalinas y rumorosas páginas de los diarios de Kafka, por flamígeras epístolas de San Pablo o adamantinas arias de Puccini… Y cualquier noche aparecerá en el espejo de mi baño el viejo Burt Lancaster, para repetirme su repelente pero emocionante divisa: “Los cuervos vuelan en bandada, el águila vuela sola”.

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