Nada que temer

por Rafael Balanzá

No había leído nada de Julian Barnes. En junio vi una discreta pila de ejemplares de bolsillo con el mismo título que encabeza este comentario en una de las librerías que frecuento. Leí las dos primeras líneas y lo sumé automáticamente al lote de los otros tres libros que tenía intención de adquirir.

No creo en Dios, pero le echo de menos. Es lo que digo cuando se aborda el asunto.

Bajo la ecuánime y civilizada capa de flema inglesa, estas dos frases están repletas de tragedia. Constituyen un claro indicio de lo que Unamuno llamó para siempre el “sentimiento trágico de la vida”. Propongo ahora dos sencillas variantes.

Variante uno.

No creo en Dios y no le echo de menos, porque estoy encantado de haberme conocido y expelo éticas de urgencia cuando lo pide la situación.

Variante dos.

Creo en Dios y no le echo de menos, ya que lo tengo el primero en mi agenda del móvil y me llama a menudo para consultarme.

A modo de aclaración –probablemente superflua, dada la perspicacia del lector- esbozaré alguna pista sobre la identidad de los autores de estas dos fórmulas alternativas. La número uno se la debemos, sin duda, a algún filósofo progre de la ubérrima cosecha de la transición. La segunda proviene de un intelectual misacantano con furores preconciliares.

Un texto que se abriera con una versión presentable de cualquiera de estas dos frases no me habría interesado en absoluto.

El libro de Barnes, en cambio, está a la altura de su prometedor inicio y es un modelo de prosa humorística y evocadora. Un espléndido ejemplo de esa “no ficción narrativa” bastante común en el mundo anglosajón. En este accesible ensayo autobiográfico, dotado de un ritmo preciso, encontrará el lector enjundiosas reflexiones de carácter filosófico, ya que se trata de una auténtica meditatio mortis, pero también los alicientes narrativos de un testimonio personal honrado y sincero. Aparte del anecdotario del autor, la obra se nutre de la interesante y oportuna evocación de otros escritores y artistas (Jules Renard, Flaubert, Zola y Shostakovich forman parte de esa larga nómina) en los cruciales y dramáticos momentos de su decisivo enfrentamiento con el ineludible hecho de su mortalidad.

En definitiva, este es un libro extraordinariamente serio, pero además –y yo no lo habría reseñado aquí sin este “además”- un libro divertido y magistralmente escrito.

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