Pasión por Walking Dead

por Rafael Balanzá

Como ya lo he confesado en el título, de entrada me he quitado ese peso de encima. Cuando me preguntan por mis gustos e influencias, suelo mencionar a Dostoievski, a Kafka, a Beckett y a otros de un calibre similar. Es verdad, sí, que estoy releyendo a Boecio y que los domingos por la tarde suelo escuchar ópera italiana; pero no es menos cierto que los lunes por la noche toca siempre Walking dead y que yo no me lo pierdo. Incluso he llegado a declinar invitaciones (a participar en un programa de radio, para poner un ejemplo reciente) solo porque me coincidían con la nueva entrega de las aventuras de Rick y los suyos, que las pasan de todos los colores para sobrevivir entre las hordas de caníbales putrefactos. No perdono un episodio. Es verdadera devoción.

Ya sé que no tiene buena prensa esto de que un escritor confiese su afición a un producto de la llamada cultura popular. Se puede ver como un intento de “aligerar” la propia imagen, un ardid para caer simpático. De acuerdo. Todo eso me parece muy bien, pero no mitiga en absoluto el gozo que experimento viendo cómo los zombis arrancan con sus dientes ponzoñosos trozos de carne fresca y jugosa a los vivos que se permiten la más mínima distracción. ¿Debería pedir perdón por eso?

La serie me gusta en parte, supongo, por la fácil identificación con los personajes. Tengo una edad no lejana de la del prota y un hijo tan valiente como el suyo. También yo lucho por mantener unida a mi familia y por conservar la razón mientras el mundo seguro que conocía se consume en un demencial frenesí de autofagia. En cuanto al escenario y la trama, más que alegoría de la realidad se trata, a mi juicio, de una exacta descripción: todo se derrumba, fallan las estructuras del estado y desaparece cualquier sistema de protección social. La competencia para sobrevivir se vuelve, entonces, furiosa. Ni siquiera hay garantía de poder conservar la propia vivienda. Si alguien necesita exégesis que lo diga y le haremos un esquema.

Pero no nos deslicemos una vez más, estimados amigos, por el largo y melancólico tobogán del pesimismo. Repasemos en cambio el apasionante tema del zombi moderno, como si esto fuese un especial de Pumares (sí…, buenas noches, dígameeeee…) en aquel ya lejano y legendario “Polvo de estrellas” de nuestra juventud. Trataré de estar a la altura, incluso con la servidumbre de la brevedad.

La excelente película de George A. Romero “The night of the living dead”, de 1968, supone el pistoletazo de salida para una especie de maratón sin fin de zombis contemporáneos. Clásicos como “I walked with a zombie”, “White zombie” –aquí titulada “La legión de los hombres sin alma”- y otras perlas por el estilo quedarán relegados, desde ese mismo instante, al museo de las reliquias. Aunque siguen siendo imprescindibles, las vemos como clásicos venerables por su aura poética y su delicioso aire gótico (ahí estaría también la genial “Frankenstein”, qué duda cabe) pero apenas nos dan miedo. Romero, a mi juicio, emplea una especie de navaja de Ockham artística que suele dar resultado, particularmente en la narración cinematográfica o literaria. Tiene que ver con la economía del relato. El caso es que a veces menos, es más. Desde que el bueno de George promulgara su singular mandamiento, ya no habrá un Mad Doctor o hechicero que controle al zombi. Ni siquiera una explicación de lo que está pasando. El asunto es bien simple: se trata solo de que los cadáveres reviven con un apetito descontrolado y una mala leche sin parangón. Y la cosa funciona. Por lo menos en esa película original, dotada de un perfecto crescendo, unos personajes no demasiado matizados pero de carne (sabrosa) y hueso, y una acción bien estructurada, sin concesiones ni alivios innecesarios; además de una evidente carga de crítica social.

es.wikipedia.org/wiki/La_noche_de_los_muertos_vivientes

En estos últimos años el asunto ha dado mucho de sí, ¡incluso como catalizador filosófico! Y es que también los ensayistas quieren caeros simpáticos (¡faltaría más!) a base de zombis y de otros temas molones. La filosofía en sí es hoy lo de menos.

Aventuraré a continuación una hipótesis de mi cosecha, tal vez algo peregrina, sobre la genealogía de la idea. La fuente habría que buscarla en la estimulante novela de H.G. Wells “The time machine”. Allí encontramos ya a una humanidad degenerada, después de una hecatombe bélica, y escindida en dos subespecies. Si al menos habéis visto la versión cinematográfica protagonizada por Rod Taylor (“El tiempo en sus manos”) recordaréis que se trata de los Eloi y los Morlocks. Estos últimos se revelan como unos incorregibles caníbales que se alimentan de los primeros. El siguiente eslabón de mi cadena resulta más dudoso. No puedo asegurar que Richard Matheson tuviera el hallazgo de H.G. Well

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