Un sol poniente

por Rafael Balanzá

Me cuenta un amigo mío, escritor de cierto prestigio que se encuentra en el delicado trance de cambiar de editorial, que el sello en el que pretende desembarcar realiza dos valoraciones distintas de los originales que recibe, una comercial y otra artística. Por mi inveterada y sonriente afición a la paradoja, no puedo evitar plantearme este simpático dilema: ¿qué pasaría si un manuscrito diera 0 en la primera categoría y, digamos, 9,9 en la segunda? Supongo que las limpiadoras encontrarían por la mañana al editor en su despacho, erecto (como asno de Buridán en celo) y fulminado por un ataque cardiaco.

Pero hablemos un poco más en serio de literatura. A fin de cuentas es lo que se supone que hago yo aquí, principalmente. Me pregunto a menudo si todavía nuestro país y, más en general, nuestra civilización, son capaces de producir obras literarias que sean recordadas y admiradas un siglo más tarde. Concretemos y formulemos claramente la pregunta: ¿qué escritores españoles actuales están llamados a ser en el futuro lo que Unamuno, Valle-Inclán o García Lorca son y representan hoy para nosotros? De sobra sabemos lo ociosas que resultan esta clase de adivinanzas, sobre todo por la afición de la historia a burlarse de nuestras previsiones; sin embargo, la cuestión adquiere tintes dramáticos cuando uno tiende a responder, como yo lo hago, “puede que ninguno”. Entonces surge una nueva pregunta, más alarmante y general: ¿qué nos está pasando? ¿Asistimos a una especie de Big Crunch de la sensibilidad y de la inteligencia? Sin duda. Pero no basta con la simple afirmación, objetaréis, hace falta una percha teórica para colgarla. De acuerdo: los excesos del raciocinio (Ilustración) y del sentimiento (Romanticismo) llevaron a la humanidad a la dúplice catástrofe de la primera mitad del siglo XX; el comunismo y el fascismo, las dos guerras mundiales. La contracción de la inteligencia ha sido un mecanismo defensivo del sufriente organismo llamado humanidad. Sentir demasiado es malo. Pensar demasiado, peor. Escepticismo que degenera en mera incredulidad –sobre todo ante las metanarraciones, según nos dejó dicho Lyotard-. Tal fue el corolario secreto del horror. Ojo, no hablo aquí de un plan nacido de algún oscuro complot, sino de lo que los enterados llamamos el mainstream de nuestra época, una emanación de la mente colectiva. En todo caso, la tácita consigna sería la del Idilio Marenmano de Carducci, citada por Unamuno en su obra capital: “Meglio oprando obliar, senza indagarlo, / Questo enorme mister de l’universo”; y tiene mucho que ver con la amarga voz del hombre del subsuelo de Dostoyevski: “Una conciencia clarividente, se lo aseguro, es una enfermedad en toda regla”. Se ha tratado de reducir a toda costa la consciencia, generadora de grandes ideas y sentimientos. Así, el precio de la supervivencia a la catástrofe ha sido la democrática apoteosis de la vulgaridad.

Dos varones conspicuos de nuestras letras -Luis Goytisolo y Félix de Azúa- se aproximan en sendos ensayos recientes al aparente crepúsculo de la literatura, desde ángulos bien distintos. El primero nos habla de la probable caducidad del género novela; el segundo lleva a cabo un balance irónico y melancólico de su propia trayectoria. Cabría un diálogo fértil entre ellos, supongo. O puede que, de intentarlo, quedara todo en uno de esos memorables coloquios nocturnos entre Epi y Blas:

– La novela se muere, Blas…

– ¿Y qué quieres que haga yo a estas horas, Epi?

No se enfadarán ellos (Epi y Blas) por esta broma. También es posible que, después de todo, no exista semejante declive. Cabe un relato alternativo de lo que sucede. Por ejemplo: la literatura había sido secuestrada por una casta de pedantes e iniciados que deseaban convertir el arte en una religión hermética, sin relación con la “realidad”, pero el desarrollo de la sociedad de mercado ha devuelto la literatura al pueblo, proscribiendo a sus arrogantes secuestradores. Es posible. Sin embargo me parece más verosímil lo que sugiere Steiner en Gramáticas de la creación: “El sol de las artes es ya un sol poniente”. No es que no haya obras logradas, las hay a punta de pala. Eso es casi lo peor. Son buenas, sí, pero olvidables. Hoy en día escribe bien casi cualquiera, los enanos jugueteamos con las nubes olvidando a los gigantes que tenemos bajo las nalgas. Me quedan varias preguntas. ¿Ha resultado más pequeña de lo que imaginábamos la Biblioteca de Babel? ¿Puede un enano llegar a crecer a fuerza de desearlo? Dejo el problema a los sabios, hoy me toca cocinar…

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