Magia

por Rafael Balanzá

Veo la vida como Woody Allen. Lo que significa, supongo, que tengo la gran suerte y el raro privilegio de ser casi tan desgraciado como él. Lo comento aquí porque estas pasadas Navidades fuimos al cine para no faltar a nuestra cita anual con el director (descortesía que me habré permitido un par de veces en los últimos veinte años) y disfrutar de su último trabajo. “Magia a la luz de la luna” es una comedia ligera ambientada en la Costa Azul, por los años veinte, y que en el fondo no tiene nada de comedia ni de ligera. Si me apuráis, ni siquiera podemos situarla cabalmente en la Riviera francesa, porque su escenario real es el cosmos, con su eterno e indeclinable misterio, tal como lo refleja cierta escena clave -deliciosa y romántica, por cierto- en un observatorio astronómico de los de antaño.

En otro momento memorable, que precede justamente al que acabamos de citar, el sumamente racional protagonista fracasa una y otra vez en su metódico intento de reparar un bonito coupé de la época, tras sufrir una avería durante un fallido trayecto por carretera. Sucede que, lo haga como lo haga, siempre le sobran dos piezas. Alegoría sencilla y magistral sobre nuestra situación en la vida: siguiendo paso a paso las instrucciones de la razón, el resultado es un meticuloso y perfecto absurdo. Allen se ríe a lo largo y ancho del metraje de ese hombre prepotente y ridículo, que no sabe, no puede o no quiere creer en la magia que tan desesperadamente necesita. Se burla con disimulada pero patente amargura, ya que en buena medida ese personaje es, por supuesto, emblema de su persona.

La película es solo muy buena. Y quiero decir con esto que no la inscribo con “Delitos y faltas”, “Días de radio”, “Manhattan” o “Match point” en la lista de sus obras maestras. Sin embargo, hay quien asegura todavía que este neoyorkino no es, después de todo, tan buen director de cine como se viene pregonando. Y ahora que escribo esto, recuerdo que Nabokov aseguraba sin recato que Dostoyevski era un novelista más bien flojo, incluso vulgar. Pues estoy de acuerdo, mira tú por dónde. Sin duda el propio Nabokov tenía mucha más gracia. Por eso es tan raro que ya no recuerde ninguno de sus tropos, guiños, juegos y exquisitas ironías. Ni siquiera un título, creedme. ¿Qué he leído yo de Nabokov? Algo he leído, pero francamente no me acuerdo. En cambio, podría redactar un doble tratado, alquímico y poético, sobre cada gota de sudor que perla la frente de Raskólnikov en el incandescente y vertiginoso insomnio de sus noches. Y juraría que aún guardo una de las botas agujereadas que le birlé en su guarida al miserable hombre del subsuelo. Tampoco Kafka sabía escribir, claro. Pero no le ha hecho ninguna falta para tatuarme una indeleble K en el alma y convencerme de que esa es la inicial de mi verdadero nombre. Es lo que tienen estos gigantescos artistas negados: que casi lo de menos es su arte.

No sé si Woody Allen será a la larga para tanto, eso lo dirá el tiempo, pero desde luego comparto su insatisfecho apetito de magia verdadera. Ahora que hemos dejado atrás esta racha de abetos sintéticos y ñoñerías sincronizadas para adentrarnos, sin varita ni chistera, en un nuevo año que probablemente resultará tan insípido, tedioso y huérfano de magia como el que abandonamos, sueño con una trampilla en el suelo del escenario de nuestras mezquinas rutinas nacionales, con sus inagotables tertulias politiqueras. Una trampilla que me conduzca a otro lugar. Allí donde suponía Rimbaud que estaba la vida, por ejemplo.

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