Amenazado

por Rafael Balanzá

La vida escribe mejor que yo, lo que me jode bastante, claro. Escribe mejor porque nos revela sin retórica, con tanta nitidez como sutileza, la miseria de nuestra condición y el absurdo primordial de nuestra existencia. Me di a conocer hace unos años con una novela basada en una amenaza de muerte que me granjeó el legendario premio Café Gijón. Después, he publicado dos libros más que me han reportado –sin gran entusiasmo por mi parte- la etiqueta de “autor de thriller”. Bien…, pues resulta que ahora (el Hado no se cansa de burlarse de nosotros) me enfrento, junto con mi familia, a una amenaza de muerte verdadera. Es decir, una que no tiene lugar en el inocuo recinto de la ficción sino en el abierto campo de batalla de la vida real, y que va dirigida expresamente contra nosotros y contra algunos otros residentes de nuestra escalera. Os ahorro detalles insustanciales. En resumidas cuentas, se trata de un vecino delincuente y enfermo mental, por ese orden o por el otro, que estuvo en la cárcel por maltratar brutalmente a su compañera y que en los últimos años no ha hecho otra cosa que escalar, sin oxígeno y sin tregua, hacia las más altas cumbres de la demencia: golpes en las paredes, gritos, insultos y, últimamente, las amenazas de muerte que nos han obligado a presentar, hasta ahora, dos denuncias en comisaría.

Nos dicen que el caso es mucho más común de lo que parece, y lo creemos, sin duda. A nosotros nos ha abocado a una extraña odisea vecinal y legal de claras connotaciones kafkianas. Enfrentarnos a un malaje que nos hace la vida imposible tiene, también, un eco remoto de esos westerns sublimes (“Raíces profundas”, por ejemplo) en los que una pacífica comunidad de granjeros lucha contra los bandidos de turno, tratando de mantenerse unida, único modo de enfrentarse a la injusticia y al expolio. El problema es que las llanuras embarradas con cementerios de lápidas declinantes bañadas en sangre por un crepúsculo en tecnicolor, son reemplazadas aquí, en nuestros vulgares y ordinarios edificios, por el gorgoteo miserable de las cañerías durante las desabridas reuniones de garaje, en las que se tratan puntos tan interesantes como las cacas de perro en la azotea… Así no hay épica que valga, por supuesto.

Quizá por eso hemos sido testigos privilegiados de la pusilánime insolidaridad de quienes comparten con nosotros escalera y ascensor. Tratándose de un problema que, en mayor o menor medida, afectaba a toda la comunidad, al final el esfuerzo para solucionarlo ha recaído únicamente sobre los hombros de dos de las cuatro familias más directamente afectadas. Sin embargo –no hay mal que por bien no venga- a mí este asunto me está surtiendo de toda clase de enjundiosas situaciones y anécdotas que piden a gritos explotación literaria. Un botón, para muestra. El otro día me llamó –usaremos piadosamente un nombre supuesto- una tal Pepi del juzgado, para pedirme que yo, ciudadano hostigado y amenazado, le averigüe a ella los apellidos del agresor. Pensaba, ingenuamente –y así se lo dije a la funcionaria-, que eso era cosa de la policía, a la que de hecho hemos avisado varias veces recientemente y, según nos consta, tiene bien identificado al portento. Sin embargo en este país uno es para las administraciones como un payaso de cumpleaños a quien se le pueden pedir sin rebozo todo tipo de piruetas y muecas. La verdad, espero con ansiedad la siguiente llamada de Pepi: “Buenas… ¿El amenazado? Escuche bien y tome nota. Recibirá en su casa un paquete con un frasco lleno de pastillas color rosa. Baje y llame al timbre del majara. Cuando le abra, espere a que pronuncie una palabra que empiece por “O”. Métale enseguida dos píldoras en la boca y tápele la nariz para que trague. Si se resiste vuelva a su casa y rebusque en el paquete. Encontrará un palo eléctrico anti-tiburones. Vuelva al domicilio del fenómeno, con la vara en una mano y con el frasco en la otra…”

Es justo decir que no todo ha ido tan mal. (Veamos la botella del “estado del bienestar” medio llena.) Los servicios sociales de nuestra ciudad han tomado el caso a su cargo y parece que están actuando con eficacia. Veremos el resultado.

Y una de mis reflexiones melancólicas para terminar. Si esta es la clase de sociedad en la que vivimos, si lo que hemos visto estos días representa la calidad humana, la altura moral de la mayoría de sus integrantes –el sálvese quien pueda, el solucióname tú el problema y no esperes que yo colabore-, ¿podemos creer que está realmente a nuestro alcance la utopía? No. Me parece que, por desgracia, no podemos.

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