Demolicionismo

por Rafael Balanzá

Me he enterado hace poco de que un escritor de nombre arborescente o boscoso (Nogales, Olivares u otro parecido) no hace mucho que publicó un libro sobre un futurible y distópico mundo sin literatura. Reconozco que esta noticia me ha iluminado. O al menos ha precipitado un proceso psicológico iniciado hace ya algún tiempo. Descubro, con repentina y deslumbrante claridad, que durante años he estado equivocado en cuanto a los presupuestos filosóficos y estéticos de mi vocación. Lo descubro con horror pero, también, con inefable alivio. Y me atrevo a afirmar lo siguiente: la literatura no solo es inútil, sino francamente nociva. Veo ahora claro que Platón nos mostró el camino cuando condenó a los poetas en La República. Entiendo por fin la promesa de Nietzsche de un nuevo amanecer, cuando sea abolida u olvidada la literatura del resentimiento (la que conforma el grueso de nuestra tradición) y un nuevo hombre alegre y vital ocupe de una vez el centro de la escena.

La gran literatura del siglo XIX no impidió las dos guerras mundiales, los genocidios y revoluciones sangrientas del XX. Los países más cultos, desde el ápice de su grandiosa sensibilidad se precipitaron en la barbarie. Me pregunto para qué nos sirven las siniestras y morbosas fantasías de un Kafka, si no es para emponzoñar los transparentes veneros de la vida. ¿Quién necesita asistir a los intrincados tormentos de un Hamlet, al delirio infantiloide de un Alonso Quijano, cuando lo que tenían de valioso aquellas turbias invenciones lo encontramos disuelto y disponible en series de televisión mucho más entretenidas que sus periclitadas fuentes literarias? Así que… convirtamos la ficción del escritor boscoso en un formal ideario programático. Acabemos de una vez con la literatura. En una primera fase no propongo destruir los libros populares, las ficciones de entretenimiento. Estas son de utilidad social y se pueden considerar (de momento) aprovechables. Pero terminemos de una vez por todas con los libros que exploran el supuesto misterio de la condición humana. El misterio está resuelto. Y la respuesta es que no había ningún misterio, sino una trapacera conspiración para fabricarlo, un mero truco, un trampantojo semejante al del Mago de Oz.

Nadie podrá decir que no predico con el ejemplo. Como algún crítico ha señalado ya, mi propia obra está evolucionando desde una inicial literatura de la angustia, la culpa y el absurdo (mis dos o tres primeros libros), hacia una escritura ligera, jovial y de carácter popular. Lo que demuestra que hace ya algún tiempo que yo venía intuyendo cuál era el verdadero camino.

Ahora bien, toda obra de destrucción debe acometerse con la alegría de una fiesta, con el entusiasmo de una gran celebración. Así que antes de acabar definitivamente con la literatura, propongo el siguiente plan, a modo de orgásmico colofón de una mentira demasiado duradera. Pido solemnemente que se incorpore a nuestra Constitución el derecho de todos los españoles que lo deseen a publicar al menos un libro en su vida (en papel, desde luego) con cargo a los presupuestos generales del Estado. Y voy más lejos. ¿No necesitarán estos libros lectores? Pues disponemos actualmente de más de cuatro millones de parados. Si convertimos a los parados en lectores profesionales pagados por los propios autores, acabaríamos de una sola tacada con la frustración literaria y con el paro. Se objetará que muchos desocupados son también escritores. No lo niego, pero con la gran dinamización de la economía que desencadenaría mi plan quedaría bien cerrada cualquier posible brecha financiera. Desde aquí, desde ahora, y con la más acerada e irrevocable convicción, yo proclamo la última, la definitiva y redentora vanguardia literaria: el Demolicionismo.

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