Calys

por Rafael Balanzá

Hay veces que no pasa nada. Y eso no da juego para un post. O sí. Hay veces que el río de la vida se remansa, e incluso parece que suave, imperceptiblemente refluye. Esta idea, poco original, contiene una dosis extra de fatiga, o sea: expresa el tedio tediosamente. Hablar de un río invita a recordar aquí el demoledor final de “El gran Gatsby” -novela a la que, por cierto, el cine no ha hecho ni probablemente hará nunca justicia-: “Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado”. Arrastrados hacia el pasado, eso es. O estancados en el estupor de un presente sin sentido, un presente desgastado por un viento corrosivo que ya no tiene vigor suficiente para inflar las velas, pero sí para mermar las ilusiones del navegante, y desbastar el casco y la arboladura de la nave. Somos el holandés errante sin drama: el fantasmagórico holandés aburrido. O mejor aún, el “Cazador Gracchus” que nos dibujó Kafka a carboncillo.

Oigo decir que se repiten no sé qué elecciones. Y que hay un partido de centro liderado por un jefe de filas bien parecido, y otro partido regeneracionista, con un dúo juvenil al frente, que quiere acabar con el antiguo régimen. Y todo esto me suena de algo. No son solo las elecciones lo que se repite, no: es la vida; como un déjà vu sin rima ni gracia, sin poesía, resuelto en mera prosa burocrática por duplicado. Algo así como un Bolero de Ravel tocado al revés. De más a menos, repetido hasta el infinito sin pasión ni ganas. Yo me estaba preparando para el Apocalipsis, como el protagonista de “Take Shelter”, ¿la habéis visto?

Me pasé la juventud bebiendo y dedicando mis febriles resacas a estudiar para profeta. Igual que Hipólito Calys, aquel soberbio astrónomo de Tintín que aparece en “La estrella misteriosa”, iba a ser yo, y solo yo, quien anunciara el fin del mundo.

Pero el Apocalipsis no llega. O sí, pero demasiado despacio. Y al final me he dado cuenta, con horror inefable, de que la catástrofe puede eternizarse, y el infierno no tiene por qué estar hecho de aparatosos tormentos y sobrecogedoras deflagraciones, sino más bien resultar aquello que una vez imaginó Borges: “la silla estricta, la puerta y la ventana cerradas, la mesa en blanco”. Nada más y nada menos. Y sin embargo, a pesar de estas desalentadoras sensaciones, releo lo último que he escrito y (bueno o malo, eso no me toca a mí juzgarlo) parece la obra de alguien no exento de ímpetu y entusiasmo, alguien que da la impresión de no haberse cansado todavía del gran juego, del gran teatro del mundo. Me pregunto qué sentiría Cervantes, escribiendo hasta el final en aquellas modestas viviendas de Valladolid –sobre una taberna-, y de Madrid -en el barrio de las Letras-, importunado por los continuos ruidos y acosado por las difamaciones de malévolas comadres. ¿Qué haría con su cansancio, entonces? No hay certeza al respecto, pero sí alguna buena pista para quien lea con atención la prodigiosa y tristísima segunda parte del Quijote.

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