Canadá, de Richard Ford (I)

por Rafael Balanzá

Rara vez hablo de la obra de otros escritores. Me han invitado en alguna ocasión a pasar al otro lado del espejo, el de la crítica, pero siempre me he resistido. Soy un polemista nato –basta ver mis post aquí, supongo-, sin embargo he rehuido la polémica literaria. Que cada cual escriba lo que le venga en gana y busque a sus lectores; el tiempo tendrá la última palabra sobre la calidad o la importancia de las obras; tal podría ser mi divisa. Puestos a discutir textos, prefiero sacar el escalpelo con un ensayo. En parte porque opino, como Houellebecq, que los libros que de verdad cambian las cosas son los libros de pensamiento o los testimonios de vida, de tema político o religioso y generalmente breves: los Evangelios, el Manifiesto Comunista…

Sin embargo, este post constituye una excepción, porque pienso hablar de “Canadá”, de Richard Ford; con la conciencia muy tranquila, dada la certeza de que lo que yo pueda decir aquí como máximo haría sonreír al norteamericano de garzos ojos, en el remoto y casi fantástico caso de que alguien se tomara la molestia de traducírselo. Y lo primero que hay que decir es que se trata sin duda de una ambiciosa novela. Estamos ante literatura “seria” –la cual, por supuesto, puede ser humorística, aunque este no sea el caso-, y no ante literatura en serie. Para ser más claro, Richard Ford es un escritor en el sentido “canónico” del término, al contrario que, digamos, Carlos Ruiz Zafón, quien se dedica a fabricar (legítimamente, por supuesto) productos de entretenimiento para las masas.

Aunque he empezado por decir que el libro es ambicioso, e incluso bueno en un sentido indulgente, sin incurrir en contradicción, creo, añadiré que no me parece logrado. Advierto de algún posible spoiler, por lo que viene a continuación.

La trama es simple, la estructura adecuada y la composición diáfana, estas son sus mejores cualidades. Tal como anuncia la primera frase, la primera parte del libro trata del atraco (cometido por los padres del narrador) y la segunda trata de unos asesinatos perpetrados por otro personaje. A mi juicio el fallo más grave de la obra, como artefacto narrativo, reside en la construcción del personaje de la madre. Una mujer inteligente, con cierta autonomía económica… ¿se deja arrastrar a un atraco mal planeado por su zangolotino marido? Lo siento: no me lo creo. Y aquí el escritor utiliza un viejísimo truco de mago: la explicación existe, claro, pero se la guarda él, en la manga. La madre nos explica muy extensamente su conducta, por supuesto, el problema es que lo hace en un texto que (¡oh!) nunca llegaremos a leer completo. Una verdadera pena, porque el personaje de ella me parece precisamente el más interesante.

Por otra parte, el libro que nos ocupa está saturado de minuciosas descripciones, un modo de hacer típico de la narrativa anglosajona, muy bien diagnosticado, en mi opinión, por James Wood en su sagaz ensayo “Los mecanismos de la ficción”. Se trata del culto al detalle: la literatura como arte de modalismo, las bellas miniaturas. Algo que a mí siempre me ha aburrido, pero que para ciertos lectores y críticos constituye la quintaesencia de “la buena escritura”.

Sin embargo, mi principal objeción a esta obra –a pesar de todo meritoria, insisto- no está relacionada con cuestiones estructurales o de composición, ni siquiera con la presentación de los personajes y sus posibles motivaciones; se trata de lo que yo llamaría el punto de vista moral, siguiendo las huellas del famoso “implied author” de nuestro viejo amigo Wayne C. Booth. Pero esto lo dejo para mi siguiente post.

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