Carta a Markus Gabriel

por Rafael Balanzá

Estimado Markus, me demoro estos días en la lectura gozosa de las últimas páginas de tu luminoso ensayo titulado “Yo no soy mi cerebro”, publicado en España por la editorial Pasado y Presente. 

Si he escrito “me demoro” se debe a que he bajado el ritmo de las jornadas anteriores, ya que no quiero que se acabe. Y este, como bien sabes, es el mejor elogio que cabe dedicarle al mérito de una obra cualquiera, ya sea de ficción o de pensamiento. 
He leído en la solapa, con sorpresa, casi con incredulidad, que has nacido en 1980. ¡Y en Alemania, como los mejores filósofos! Así que eres muy joven todavía, y has logrado ya un éxito fulgurante. Permite, sin embargo, que me muestre un tanto melancólico en cuanto a la eficacia de tu encomiable esfuerzo. No me preocupa mucho la posibilidad de desanimarte, ya que resulta muy dudoso que te llegue esta misiva escrita en español por alguien de quien no tendrás la menor noticia, supongo; habida cuenta de que mis libros –en los que también cargo, a mi manera, contra los molinos de viento del fisicalismo y del demagógico antihumanismo de nuestros días- no han sido, de momento, traducidos en tu país. La buena noticia es que la aparición de un joven intelectual tan vigoroso y lúcido como tú, empeñado en “enderezar tuertos y desfacer agravios” filosóficos, podría significar una esperanza para Occidente. La mala noticia es que no hay esperanza que valga para Occidente, al menos a medio y largo plazo. Supongo que no necesitas mayores aclaraciones sobre este punto: Brexit, Donald Trump, Marine Le Pen, colapso inminente de la U.E. y, por encima de todo, la caída ineluctable en la subnormalidad y la frigidez espiritual de nuestros paisanos, espléndidamente escenificada por Houellebecq (a quien mencionas en tu libro) en sus novelas, tan fascinantes y frías como esculturas de hielo.      

El solo hecho de que un filósofo perspicaz y brillante como tú deba desplegar sus mejores recursos para explicar a los occidentales que la existencia de la mente –es decir: su propia y genuina existencia- no es un falso mito religioso, ya indica bien a las claras a qué clase de estúpida superstición cientificista nos venimos entregando desde la Ilustración. Pero tu noble guerra contra el neurocentrismo, al menos a pie de calle, está perdida de antemano. Como tú mismo explicas, los Churchland y toda la camada de intelectuales progres que rezan orientados hacia el sol de California, a la diosa mundana y laica de la ciencia-ficción, tienen mucho más predicamento para el ciudadano medio en nuestros países, e incluso gozan del beneplácito de los más exitosos divulgadores, como el conductor de esa nueva y grosera versión de la serie Cosmos que denuestas, probablemente con razón. Hablando de divulgadores, no conocerás (dichoso tú) a uno que tenemos por aquí, apellidado Punset, cuya formación básica en economía y un raquítico conocimiento tanto de las ciencias cuanto de las humanidades no le han impedido recibir de la plebe analfabeta el título honorífico de sabio y convertir su celebridad en una franquicia hereditaria.   

En fin… no quiero terminar esta carta con pensamientos sombríos y amargos; sino celebrando tu noble cruzada contra la estupidez dominante que consiste en negar la libertad para evitar así toda responsabilidad. Tal es el sueño secreto de una generación resentida de alquimistas de la frustración, empeñados últimamente en convertir el plomo de su autodesprecio en el oro falso que atesoran los populismos.

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