Parábola del Mesías literario

por Rafael Balanzá

El Mesías nunca falla. Viene al menos una vez por generación. A veces, son varios. Pero el suyo, el que les tocaba a ellos (y a ellas, como les habían enseñado a decir desde pequeñas y pequeños), los de un globo, dos globos, tres globos, los de la EGB y Barrio Sésamo, su Mesías estaba ya tardando demasiado. 

Sucedió que una tarde uno gritó desde la azotea de una casa pobre, fabricada como casi todas con adobe y piedra dolomita: “¡Viene por allí! ¡Mirad! Ése que baja sobre el borrico por la ladera. ¿No os parece que lo llevan en volandas los verdes olivos de nudosos brazos?” (Gritos de admiración) “¡Fijaos, hermanos, en el prodigio!” Pero luego resultó que no era. Se trataba solo de otro escritor de pose postposista, neodeconstructivo e intertextual, curtido en chats de protohipsters a finales de los noventa. 

“¡Es él! –gritó una bella virgen entonces, desde la calle empedrada y polvorienta- ¡Está aquí! Venid a verlo. Mirad qué humilde es, y cómo se hurta a nuestras miradas. Sí, hermanos y hermanas, ése de ahí, el que se agazapa entre las tinajas, cubierto de llagas,  y nos suplica limosna.” Y todos los que estaban en la azotea bajaron en tropel por la escalera (hecha de adobe y piedra dolomita, como casi todas las escaleras de aquel barrio y de aquella ciudad) para verlo con sus propios ojos.

Tampoco era aquel el Mesías, claro. En tiempos había ganado un premio importante, de acuerdo, pero ahora se estaba deslizando hacia la literatura de género, el muy canalla. “¡Así, no! ¡Así, no! -le gritaron- ¡Será anatema!”

Por fin, alguien dijo que el Mesías, el de verdad, ya había sido crucificado extramuros, y todos corrieron a las afueras con sus smartphones preparados para registrar y colgar en su blog el momento sublime de la agonía. 

Fueron todos, menos dos. Uno era un pobre cojo que renqueó dos tramos de calle intentando seguir al grupo. Se desgañitaba, repitiendo una y otra vez: “¡Pero esperad, hombre, esperad! ¡Si el Mesías soy yo! ¿Es que no os dais cuenta?” Al final se rindió. Se detuvo con gesto doliente, resignado a la desilusión. Y dando la vuelta, empezó a recoger los ejemplares firmados y autopublicados que se le habían caído del zurrón mientras andaba a trompicones detrás de aquella turba insensible. El otro que no siguió al grupo era Balanzá, que sabía muy bien que el Mesías no estaba crucificado en las afueras, ni esperaba verlo venir por ninguna parte.

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