Modernidad y otras antigüedades (2)

por Rafael Balanzá

Querida Cristina, releo lo anterior y veo que me quedó en febrero un post demasiado denso y teórico. Te resumo aquí, en pocas palabras, lo más sustancial.

En respuesta a tu correo (en el que sugerías una deriva comercial de mi obra, desde la exigente modernidad inicial de Crímenes triviales hasta la facilidad posmoderna de Los dioses carnívoros) yo aducía que adaptarse al gusto contemporáneo no tiene por qué implicar necesariamente una renuncia estética, o al menos no una renuncia decisiva. Precisamente, la oposición inevitable de esas dos categorías -lo popular y lo valioso- es, me parece, un prejuicio moderno, surgido de la historia ideológica y estética de la Europa de los siglos XIX y XX. Como te anticipaba, estoy dispuesto a concederte que hay un declive general de las artes, y en particular de la literatura. Incluso acepto que la modernidad, dejando a un lado ciertos excesos, nos ha legado un arte intrínsecamente superior y probablemente más duradero -en relación con un supuesto canon futuro- que el arte de nuestros días; confieso que me gustaría poder situar mi libro más reciente en el marco de ese segundo modernismo que algunos teóricos anuncian. Sin embargo, yo no creo que sea imposible producir obras valiosas adaptándose a las condiciones de la posmodernidad, y dudo del postulado (típica simplificación de la crítica de Adorno a la industria cultural) de la oposición necesaria de calidad y popularidad. Si miramos atrás, ¿no fueron Shakespeare y Cervantes relativamente populares en su tiempo? ¿No se vieron obligados los críticos franceses, con Truffaut a la cabeza, a rescatar a Hitchcock de las garras del desprecio elitista e intelectual?

Yo, querida amiga, adoro los grandes logros de la modernidad, desde luego, pero también deploro sus excesos. La buena literatura puede ser minoritaria, pero no tiene por qué serlo necesariamente. Y en cuanto a la libertad creativa, por mucho que pueda desearla, no creo que exista en un sentido absoluto. La metáfora kantiana de la paloma que quiere volar en el vacío no ha perdido ni pizca de su encanto, ni de su poder iluminador. Si algo ha demostrado la historia reciente de la vanguardia, desde el urinario invertido de Duchamp hasta el fin del arte de Danto, es que esa pretendida libertad absoluta se transforma en incomunicación. Nada que ver con el arte verdadero. No hay arte sin un público receptor, al menos futuro o hipotético. Stendhal decía que faltaban 30 años para que empezaran a nacer sus verdaderos lectores.

La libertad es crucial, sí, pero no la mitifiquemos. ¿No se produjeron las más grandes obras del pasado bajo el yugo del mecenazgo? ¿Y acaso no es cierto que la desmedida exigencia de novedad, de nuevas formas, de ruptura de reglas tradicionales, proscribió injusta y paradójicamente a muchos artistas más convencionales en la época dorada de la vanguardia? ¿No fue subestimado, por ejemplo, Stefan Zweig durante algunos años, por los prejuicios de una modernidad fanática y estúpidamente arrogante? Así que… yo vivo con mis propios condicionantes, mis restricciones y mis ataduras, que son las típicas de la posmodernidad. Es verdad que, en general, tengo la impresión de que (como señala bellamente George Steiner) el sol de las artes es ya un sol poniente. Creo que vivo, más o menos, como un romano pesimista del siglo IV; y comparto con Spengler la apocalíptica sospecha de la inminencia del fin de nuestra civilización occidental. Percibo, sin duda, un decaimiento general de la inteligencia en el siglo XXI; pero hago lo que puedo por adaptarme a esas circunstancias y no renuncio: lucho, me debato para librarme de las cadenas y la mordaza, que es lo que siempre han hecho los artistas. En el combate mismo radica el sentido, y no en el improbable triunfo. Me viene de pronto a la memoria la declaración de principios del agrimensor K. en El castillo: “Yo quiero ser libre siempre”. Genial, la ironía de Kafka.

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