Unamuno

por Rafael Balanzá

He tardado demasiado en dedicarle un post. El pretexto para hacerlo es la noticia de que Amenábar parece haber terminado de rodar una película sobre la figura del vasco más universal del siglo XX; quien fuera, asimismo, el mayor “energúmeno español” que han gestado las entrañas convulsas de nuestra vieja madre patria, según lo declaró sonoramente su antagonista intelectual, Ortega y Gasset.

Miguel de Unamuno, acaso el más relevante escritor de la generación del 98 -al menos de puertas afuera- fue un hombre cargado de humanidad, más que de ciencia, que también, por mucho que en el cole memorizásemos su apellido apostrofándolo de “inhumano”. Qué injustos pueden ser los niños. Era todo lo contrario. Humano, humanísimo y -con un espíritu en todo opuesto al de Nietzsche– casi demasiado humano. Con razón, se atrevió a corregir a Terencio: ¡Nada de nihil humani! (clamaba, porque el sustantivo abstracto del apotegma del comediógrafo latino le resultaba sospecho) ¡Nullum hominem! (decía él, en cambio), nullum hominem a me alienum puto. Esa era la fórmula que prefería: ningún hombre me resulta ajeno. Porque no existe, ni ha existido nunca cosa tal como la Humanidad con mayúscula; y menos aún ese ridículo Ser Genérico de Feuerbach, al que me he representado siempre, por cierto, como un muñeco gigante de poliuretano que caga silicona y cuando le tiras de la pilila dice FRATERNIDAD.

Me ha sorprendido mucho (digámoslo ya de una vez) que Unamuno interese a alguien como Amenábar. ¿De verdad lo ha leído? Y si lo ha hecho, que supongo que sí, me asalta una pregunta todavía más turbadora: ¿Realmente ha entendido algo de lo que leía? En todo caso, celebro la empresa y prometo ver la película sin prejuicios.

Miguel de Unamuno vivió obsesionado con Dios, con la religión, con la muerte y con la posibilidad de la nada. Estos problemas ya no interesan a nadie, excepto a ese paria con afán de protagonismo que firma sus nauseabundos libelos como Rafael Balanzá. En nuestra generación, la mía y la de Amenábar, hay dos grupos de “intelectuales” –las comillas me salen solas-. El grupo de los católicos, compuesto por un único y voluminoso individuo que agota enteramente su especie, como proclamaba la vieja teología de los ángeles. Juan Manuel de Prada, por supuesto. Y luego está el ingente grupo de los ateos, que son todos los demás. Este último rebaño se subdivide en dos facciones o cabañas distintas: los beligerantes contra el cristianismo y los que simplemente pasan del tema, que son la inmensa mayoría.

Supongo que ha quedado claro en el párrafo anterior que me considero el único heredero legítimo de Unamuno en nuestros días. Y para que nadie tome esto como un ejercicio gratuito de modestia, voy a razonarlo. Reclamo el título de “legítimo heredero” porque lo venero como a un santo laico y gruñón, sacado del molde cervantino; porque lo releo continuamente y discuto con él a grito pelado; porque respeto y amo profundamente su obra, apología de la vida y rechazo constante de la muerte –que era el culto indudable de Millán-Astray, al margen de las palabras concretas que se pronunciaran aquel flamígero día de 1936-; y, en fin, porque amo y venero su figura como unamunianamente hay que hacerlo: con razón, sin razón y contra ella. E intento imitarlo en todo lo que puedo: aventando mis dudas, denunciando mis inconsecuencias y debatiendo conmigo mismo como un poseso; luchando, en definitiva, “contra esto y contra aquello” para vivir en permanente agonía. Incluso he convertido en mi único objetivo irrenunciable el de llegar a quedarme tan solo como él se quedó en Salamanca. Y creo, sinceramente, que estoy en vías de lograrlo.

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