La conjura de los gilipollas

por Rafael Balanzá

En realidad no sé si se trata de una conjura o más bien de una epidemia. Y en todo caso habría que plantear antes otra cuestión: si realmente está ocurriendo, ¿cómo podríamos detectarlo? ¿Cómo podríamos saber que nos estamos volviendo estúpidos, necios…, es decir, talking in silver, gilipollas? No, no va de broma. La cosa es epistemológicamente muy seria. Voy a preguntarlo otra vez, pero con más formalidad. Quedaría así, más o menos: ¿cómo podemos comparar el nivel general de inteligencia de una época con el de la precedente? Claro que para plantearnos esto deberíamos dilucidar antes si es realmente posible medir la inteligencia. Los primeros test de psicometría articulados en función del cociente (no coeficiente) intelectual fueron propuestos por William Stern, hace más de un siglo. Las versiones actuales, derivadas del modelo de Wechsler, son fiables, sin duda, en relación con capacidades específicas que todos asociamos al poder de la mente: facilidad para las matemáticas, para el pensamiento abstracto o en el área del lenguaje. La última cualidad invitada al club ha sido la creatividad, de la mano de Howard Gardner. Sin embargo, si vamos a una definición filosófica de inteligencia, la cosa se complica mucho. Me refiero a un planteamiento no teleológico; es decir, que no ponga la inteligencia en relación con una finalidad concreta, como podría ser la de componer una sinfonía, o producir una teoría sobre la materia y la gravedad que permita la fabricación de armas nucleares, o escribir Mein Kampf para arrastrar al país más culto de Europa a una guerra demencial y suicida, o diseñar un puente colgante. Hablo de una definición trascendental de inteligencia, y ahí nos encontramos con el enigma de la consciencia, que nadie sabe en realidad lo que es. Ni siquiera John Searle o el joven y brillante Markus Gabriel. Si definimos la inteligencia como la capacidad para desarrollar estrategias de adaptación y supervivencia que permitan transmitir los propios genes, Jesús de Nazaret fue un auténtico imbécil. Si la definimos como la habilidad para influir en la historia, tal vez sea el ser humano más inteligente que haya existido. Preguntad al “Asperger” Mr. Spock por la inteligencia. O al homicida y melindroso HAL 9000.  

La literatura se ha dedicado por siglos a dignificar a los idiotas. Aquiles es a menudo, en la Ilíada, presa de “Ate” (mezcla de ira, ceguera y estupidez). Dostoievski tituló así (El idiota) una de sus obras mayores, con un protagonista fabricado en el molde cervantino de don Quijote, al igual que el Ignatius Reilly de Kennedy Toole. Así que la cosa no es tan simple. ¿Quiénes son realmente los inteligentes y quiénes los estúpidos? Escuchad The fool on the hill de The Beatles…

Un pensamiento alarmante me obsesiona. Si nos volviéramos idiotas, pero idiotas de verdad, no nos daríamos ni cuenta; porque cuanto más idiota es uno (claro) menos consciente es de su estupidez. Quiero decir que si de pronto se desatara una epidemia de oligofrenia, de auténtica y pura imbecilidad, estaríamos condenados de antemano, porque al ser imbéciles no podríamos detectarla ni combatirla. Sería como si nos hubieran puesto a todos una vaina debajo de la cama, en plan Body Snatchers.

Estos días me he enterado de que la editorial Alfaguara (antaño un sello respetable) ha publicado un excremento elaborado por el coach literario de una nancy televisiva, y luego unos 20 mil consumidores decorticados han comprado el libro. Un líder de Podemos, con cara de seminarista rijoso, ha dicho que en Venezuela la gente vive mejor que en Shangri-Lá. Y el líder Airgam-Boy de la derecha, tras llamar golpista al legítimo presidente de su país, se declara moderado. Después de una crisis internacional agravada aquí por un modelo basado en el turismo y la construcción, volvemos a apostar por el turismo y la construcción. Y VOX creciendo. Pregunto de nuevo: ¿Cómo podríamos saberlo si nos estuviéramos volviendo gilipollas?

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