Suicidio por felicidad

por Rafael Balanzá

Parece ser que las estadísticas de suicidios se han disparado en los Estados Trumpidos de América. Y según algunos indicadores aquí, en España, podríamos estar caminando en la misma dirección. El suicidio es lo contrario de la felicidad, más o menos. O puede que no tanto. Los rusos ya descubrieron para la literatura el magnífico tema del suicidio por felicidad. En todo caso, este viejo asunto merece un estudio detenido. “Historia de un idiota contada por él mismo”, la brillante e irónica novela con la que el joven Félix de Azúa se dio a conocer a nuestra generación (antes de convertirse en un eximio y desconocido anciano académico para los jóvenes actuales) llevaba por subtítulo, precisamente, “El contenido de la felicidad”, si mal no recuerdo.

Estoy leyendo bastante sobre esto últimamente. Y como el recién estrenado 2019 trae las alforjas de sus camellos repletas de ejemplares rutilantes de la última novela de Houellebecq (reveladoramente titulada Serotonina) creo que no dejaré de hacerlo en los próximos meses. Una de las ideas más interesantes de Sapiens, la obra de Yuval Noah Harari, consiste en la sugerencia de que la revolución agrícola del neolítico, aunque sin duda potenció a nuestra especie y extendió su dominio por todo el planeta, podría no haber hecho más felices a la mayoría de los individuos humanos. Para empezar, empobreció su dieta, menos variada que la de los cazadores-recolectores del paleolítico. Y otro tanto (apunta el autor) podría haber ocurrido con la revolución industrial del siglo XIX. E incluso el fenómeno paradójico podría estar repitiéndose ahora, en nuestro mundo virtualizado, digitalizado y supervitaminado. La receta que él propone para no perder la esperanza (hablo a brochazos, el que esté interesado que lo lea y saque sus conclusiones) es sustituir el agotado binomio democracia liberal más soteriología cristiana por el dinámico dúo budismo más tecnociencia. El diagnóstico ofrece momentos sabrosos, la terapia no me interesa. Mucho más enjundiosa y lograda me parece la Tetralogía de la ejemplaridad de Javier Gomá, obra que recomiendo con entusiasmo, con razonable pasión, si vale el oxímoron. Nos explica el autor en el tercer volumen (Ejemplaridad pública) que el nihilismo empezó siendo una opción romántica muy minoritaria, de dandis y poetas malditos, pero se ha masificado hasta el punto de constituir hoy una amenaza para la “polis finita”.

Como si quisiera dar réplica a Gomá, o proponer un contrapunto a la ejemplar sugerencia del filósofo de superar la tediosa negatividad de nuestra cultura posmoderna, me encuentro en Twitter esta declaración de Luisgé Martín, en relación con su ensayo El mundo feliz: La vida es un sumidero de mierda o un acto ridículo… ¿Quién tiene razón? En todo caso, las dos visiones opuestas me parecen valientes, porque se alejan de la que yo considero la verdadera corriente principal, el mainstream de nuestro tiempo: la basura edulcorada del New Age, el pensamiento positivo y políticamente correcto, veteado de un nihilismo blando, una especie de negatividad soft que sirve para escamotear y eludir el auténtico y desafiante problema del nihilismo genuino.  

Una cosa sí está clara a estas alturas: la felicidad depende mucho más de nuestras expectativas personales y del sentido o el significado que seamos capaces de conferir a nuestras vidas que de las condiciones objetivas de bienestar material. Si le preguntas a un universitario qué va a hacer con su vida puede que te suelte: “Tener experiencias…, no sé…, viajar por todo el mundo, hacer surf, parapente…, participar en un gang-bang, cursar un par de masters. ¡Igual hasta trabajar!” Pero si le aprietas las tuercas un poco y quieres saber qué hará a los 40: “Ah… pues… ni puta idea. No sé, ya algo más fuerte, en plan casarme, tener hijos, suicidarme… o algo así. Qué más da.” 

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