Sabato, 30 años no es nada

por Rafael Balanzá

Hace ahora 30 años, a mediados de mayo de 1989, oí decir que venía a Murcia un escritor importante, un argentino llamado Ernesto Sabato. El profesor Victorino Polo, auténtico factótum por aquel entonces de los acontecimientos literarios en la capital, había promovido el doctorado Honoris Causa para el insigne literato; de quien yo, por desgracia, aún no había leído nada a mis 20 recién cumplidos. De modo que asistí a los fastos que tuvieron lugar en Murcia esos días con cierta indiferencia. Muy poco después –y en parte a causa de la memorable visita- leí El túnel y quedé absolutamente fascinado. Tanto, que imité conscientemente alguno de sus recursos en mi temprano relato La franja de luz, pieza que me granjeó el primer premio literario de alguna importancia en mi incipiente trayectoria: el “Mayos de Alhama”.

  

El 10 de julio de este 2019 pronunciaré una conferencia en la misma Universidad que acogió a don Ernesto, y me viene a la mente una frase de Borges, con quien Sabato mantuvo tensas aunque respetuosas relaciones, presididas siempre por la admiración y la desconfianza recíprocas. “A la vida le gustan las simetrías y los leves anacronismos”, escribió en El Sur. La anacronía, en este caso, no es precisamente leve. Y no lo digo por esos 30 años reales que han transcurrido, sino por los 300 o los 3000 que parece que nos separan del mundo lúcido y trágico de Sabato; más afín a mi temperamento que ese provecto genio adolescente (niño senil, llamó Herder a Voltaire) que inventó el Aleph. La gente es hoy un poco -muy poco- menos mala que en aquella época e infinitamente más tonta. Lo he dicho en alguna entrevista: tanto tiempo temiendo al épico y gallardo Mal, para que al final el mundo muera a manos de la patizamba estupidez.

 

En mi conferencia trataré de explicar mi vocación y su desarrollo, dentro de los restringidos límites que nuestro tiempo impone a cualquier escritor. La novela negra, de lo lúdico a lo ético es el engolado título de la disertación. Intentaré dejar claro que no desprecio la novela policíaca, de investigación, que tan lindas perlas nos ha deparado gracias al talento de gente como Georges Simenon o Agatha Christie. Muchas de las novelas de la escritora británica son artilugios de puro entretenimiento, pero Diez negritos es una obra moral de considerable alcance filosófico, acerca de la idea de justicia. Hace unos años, una Maritornes muy descarada y algo cateta, saliendo de un luminoso y acendrado despacho de cierta editorial de alcurnia, me escupió sin rebozo la siguiente invitación: “¿Y por qué no te inventas un detective?” Teniendo en cuenta su actitud y modales (no digo en ese momento, sino en general), una respuesta apropiada a la sugerencia habría sido esta otra: ¿Y por qué no te lavas tú el pórtico de la gloria? Eso es lo que le habría dicho Cela, por ejemplo. Pero me abstuve de llegar tan lejos, claro. Los escritores ya no son lo que fueron, qué duda cabe. Y el feminismo vigilante no permite tales bromas falocráticas. Ahora esta conductora del gusto ya no trabaja en aquella editorial. Estará en otra, pastoreando a distintas ovejas. Dejando aparte los pasados logros de la literatura de género policial, indicarle a alguien, en el contexto español actual, que se invente un detective (sea lesbiano, hermafrodita o transexual, ejerza de guardia civil, de proctólogo especializado en hemorroides o de enano protagonista de porno cibernético…) es tanto como decirle: ponte a fabricar la mierda que consumen con gusto nuestros coprófagos lectores.

 

Ni qué decir tiene que decliné la invitación y elegí otro camino. Más difícil, más arduo y tempestuoso, pero también más concordante con la rebeldía que siempre me ha caracterizado. Si se trataba de obedecer para ganar dinero, me habría hecho puta de inversionista, periodista mamporrero de televisión o, como mínimo, funcionario del catastro.

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