Ahora todos somos genios

por Rafael Balanzá

No hace mucho difundí, con breve glosa, en mi propia cuenta de Twitter un artículo de Javier Gomá en el que mi filósofo de referencia (amén de buen amigo) sostenía que no existen los genios desconocidos. Yo acepto, cum grano salis, esa tesis, cuando menos en un sentido general. Sostiene el filósofo que si uno, llegado a una edad madura, no ha logrado un reconocimiento sustantivo de su arte, más vale que se resigne a no esperarlo ya, ni durante el resto de su vida ni en la etérea posteridad.

Es cierto que se pueden aducir, contra esa opinión, algunos casos particulares en la literatura, la pintura o la música. Basta citar el de Van Gogh, por ejemplo, en un momento en que el gusto cambiaba a una velocidad hasta entonces desconocida. Kafka apenas publicó algo en vida y, por ejemplo, Robert Walser habría pasado inadvertido para la universal comunidad de los lectores cultos si su influencia en el anterior y la estima perdurable de la crítica mejor informada no lo hubieran rescatado del borgiano purgatorio del olvido. No menos cierto es que el universal Shakespeare y nuestro inmortal Calderón gozaron de un estatus y una recepción similares, particularmente en Alemania, hasta finales del siglo XIX; y que el Quijote no despegó del todo hasta la revulsiva lectura de los románticos durante esa misma centuria. Artistas que fueron considerados menores han cobrado eminencia al cabo del tiempo y de otros, que fueron muy estimados, apenas conservamos un tenue recuerdo. Velazquez, por ejemplo, fue hasta el siglo XX algo menos admirado que Murillo y Salieri no gozó de un prestigio muy inferior al de Mozart hasta bien entrado el XIX. Sin embargo, insisto, Javier tiene razón. Los mecanismos de criba y selección de la cultura, a la larga, resultan casi infalibles. Como él mismo señala en otro artículo, en la literatura no existe, como en la ciencia, un criterio de verificación objetivo. Es el reconocimiento de una gran mayoría en un momento dado, o el persistente elogio de una sucesión de conspicuas minorías lo que asegura la pervivencia de un nombre y de una obra.

Creo que en literatura hay (aunque parezca un chiste) tres clases de escritores. Aquellos a los que los hacen los lectores, otros que son ungidos por sus colegas escritores y, por fin, quienes resultan entronizados por la crítica. Esta última categoría casi ha desaparecido en nuestros días, dada la declinante influencia de los “teóricos autorizados”. Quizá yo podría inscribirme en la segunda, ya que tanto el espaldarazo inicial cuanto el premio que me dio a conocer provinieron de colegas generosos y atentos que supieron apreciar el valor de mis iniciales tentativas.

Una sola duda me asalta en relación con el citado artículo de Gomá. Si bien estoy dispuesto a conceder que así ha sido hasta ahora (el mérito ha terminado siempre por abrirse paso), me pregunto si podemos esperar que sigan existiendo mecanismos eficaces de selección en el futuro. Incluso me parece razonable dudar de que la humanidad siga produciendo arte. Puede que dicha actividad termine por desaparecer, igual que los casquetes polares y los rinocerontes blancos. Hoy en día, el mediocre que trata de destacar en literatura y que resulta rechazado, una y otra vez, por la resistente membrana de la criba editorial –si es que todavía existe tal cosa- no se rinde. Y merced a la autoedición y a los nuevos medios de autopromoción digitales, junto con la torpe mecánica lúbrica de los favores en 69, logra seguir molestándonos con las excrecencias de su insulsa imaginación. Y dada la estupidez general, a veces incluso alcanza el éxito. Se trata, creo yo, de la soberbia y necia vanidad del hombre-masa que no admite ningún designio intelectual o estético que se encuentre un poco más allá de su propio ego autocomplaciente. Y es aquí donde me siento algo más cerca de Ortega que de Gomá; pero esto ya me da tema para otro post…

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