Informes, reseñas y papel higiénico

por Rafael Balanzá

Me sorprende el poder de la inercia en las costumbres humanas, así como la inmanente inclinación de los entes a la permanencia en todos los órdenes del ser. Spinoza se atrevió, incluso, a llevar ese principio a su “Ética”. Véase, si no, la famosa sexta proposición de la tercera parte de ella: “unaquaeque res, quantum in se est…”

Lo digo porque las editoriales siguen empeñadas en elaborar informes muy serios sobre las obras que van a publicar. No sé por qué, esto me recuerda al célebre cuestionario que te pasan algunas agencias norteamericanas antes de entrar en el país. ¿Va usted a violar al presidente y a la primera dama después de envenenar a su mascota? Voy a intentarlo. Pues lo mismo. ¿Va a fracasar ante crítica y público esta novela? Pregunta nuestro desconcertado editor. Y un equipo de filólogos, con 4 masters cada uno, elaboran un informe la mar de serio. Tiene demasiados adverbios de lugar, lo que pude elidir la erección del lector. El abuso de hipálages entorpece el ritmo. El narrador homodiegético funciona bien, pero el punto de vista unidimensional no favorece el orgasmo vaginal, aunque sí el clitoridiano. La autora es trans y tiene cuenta en Instagram, lo que se nota en el avanzado enfoque ético-poliamoroso de la novela.

Los informes editoriales, como la crítica en la prensa, tenían su sentido en el viejo mundo; cuando la literatura miraba con hierática solemnidad al canon y, por otra parte, la rápida evolución de las vanguardias obligaba a estar atentos a los cambios, para convalidar ante la ciudadanía los avances técnicos y los hallazgos semánticos. Pero hoy en día los lectores se comportan, básicamente, como pollos sin cabeza, lo que los vuelve muy imprevisibles. Son como una horda de zombis. Por aquí oímos un pedo…, pues vamos todos para allá, a ver si le podemos comer las tripas a alguien. Después, abandonan los huesos repelados del autor y a otra cosa. Por otra parte, a los críticos y a sus reseñas de prensa se les hace menos caso que a la presentadora del informativo de Corea del norte, esa del kimono y la voz de pito que nos explica las virtudes del nuevo misil que le han regalado al gordito de uniforme por su primera excomunión.

El año en que se publicó “Los asesinos lentos” salió una novela en Acantilado que fue un éxito incluso mayor que la mía. La crítica la puso como chupa de dómine, pero eso no le impidió al autor vender 20 o 30 ediciones. Después de aquello, se lo tragó, como a tantos, el triángulo literario de las Bermudas; aunque algunos intentan mantenerlo a flote en calidad de héroe de la working class hero. Parece ser que este buen hombre –y me cae simpático, por cierto- trabajaba en una fábrica. (El que suscribe ha limpiado diarreas de un metro de circunferencia de enfermos terminales de Alzheimer y se ha deslomado hasta lesionarse las lumbares, pero eso no lo convierte en escritor proletario, porque no ha trabajado en una fábrica; qué le vamos a hacer… es el nivel del grupo Prisa.) La pasión por los informes literarios rigurosos tiene hoy el mismo fundamento que el furor por el papel higiénico durante el confinamiento. Más que reseñas de filólogos, las editoriales deberían recurrir a lectores corrientes y molientes: el taxista, la peluquera, el odontólogo… Como esos pases de prueba para las películas de Hollywood. Les daría mejor resultado.

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