Verano azul y suicida

por Rafael Balanzá

        Según las estadísticas, así la depresión como el suicidio (consumado o en grado de tentativa) se han disparado entre los adolescentes durante este desgraciado año de pandemia. A esto reacciona Íñigo Errejón en Twitter con la siguiente exigencia: “Plan de prevención del suicidio y doblar los psicólogos en la pública”. 

        Y yo no puedo evitar preguntarme si no sería mucho mejor triplicarlos. Entonces, claro, me viene a la memoria Groucho Marx, incrementando el pedido de huevos duros cada vez que suena el timbre del camarote. Digo yo que tal vez si cuadruplicamos los psicólogos ya no serán necesarios los padres. ¿Y no resultaría aún más deseable (me pregunto) que a los niños los criaran directamente los psicólogos? Asesorados por toda una cohorte de otros expertos, claro está. Sobre todo, y por encima de todo, expertos en felicidad. También os habréis dado cuenta de esto. Os habréis percatado, digo, de la mucha falta que hace en España una facultad de felicidología. Irían a matricularse en tromba todos los podemitas, para luego imponer un estado totalitario de bienestar que convierta la felicidad en obligatoria, y a todos los ciudadanos tristes y melancólicos en insolidarios, facinerosos y forajidos. Los de Vox, en cambio, no necesitan nada de eso, porque no hay mayor felicidad imaginable que el simple hecho de ser español. Es el orgasmo patriótico perpetuo, que comparten con los separatistas catalanes. Hay que ser (eso sí) un débil mental para disfrutarlo, pero el orgasmo de los deficientes también cuenta, según se explica en primero de felicidología democrática.

        Albert Camus afirmaba que el único problema filosófico real es el suicidio. Y Cioran nos dejó escrito: “Únicamente es subversivo el espíritu que pone en tela de juicio la necesidad de existir”. Pero a nadie le importa lo que escribieran Camus o Cioran, porque ellos pertenecen al complejo mundo del espíritu agonizante, y hoy la agonía, por fin, ha terminado. Hay expertos para todo, menos para el sentido de la vida, aunque ese es un tema viejuno y aburridísimo -del que se ocupaban los antiguos escritores, hoy ya extintos-, y si los chavales intentan suicidarse lo único que hay que hacer es llamar al técnico, exactamente lo mismo que cuando falla el ordenador. 

        Entre tanto, la vida pasa. Por nosotros pasa, y acaso también pase de nosotros. Es indiferente el universo a nuestras desdichas. Queda atrás la pandemia, pero no la oligofrenia. ¿Y a mí qué? Sé que me cuento entre los privilegiados del mundo, así que no siento la necesidad de acudir a un experto, quien probablemente nunca entendería la lección amarga del sabio Sileno, aquello de que tal vez lo mejor sería no haber nacido. Barrunto un verano de lectura, escritura y playa; mientras los felicidólogos intentan evitar que los niños se atiborren de somníferos o se ahorquen en los garajes de sus casas. Otro verano azul y ameno, mientras los necios guían a los ciegos en el teatro para retrasados de la política. Cuando era más joven, solía pensar: “La gente que es idiota no entiende esto o lo otro”. Ahora, con la tristeza confortable de los estoicos, pienso: “La gente, que es idiota…” Y en esa coma, en esa sencilla coma después de gente, se condensa el principal descubrimiento de mi vida.

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