Letras como armas

por Rafael Balanzá

En “El nombre de la rosa” le dice Guillermo al abad, aludiendo al supuesto segundo tratado de poética de Aristóteles, “es un libro que mata, o por el que los hombres matan.” La dimensión performativa del lenguaje es uno de esos charcos filosóficos que no tienen fondo y se transforman en abismos en cuanto uno los pisa sin querer. Las palabras matan y engendran, levantan civilizaciones y desencadenan guerras. Somos hijos de nuestros relatos, tanto como de las leyes de la genética, el azar y la necesidad, la teleonomía y la invariancia. En sustancia, este es el pilar conceptual –y no muy original, por cierto- sobre el que Harari ha construido su best seller mundial: “Sapiens”.

En la tórrida Murcia y en el ocre y daliniano (por lo surreal del paisaje) Cabo de Gata paso el verano de los libros a la playa, de la lectura a la escritura y –en palabras de un joven oriolano que murió para el rencor y la pena, nunca para la poesía, en la vieja cárcel de Alicante- de mi corazón a mis asuntos. He recorrido con avidez, estas últimas semanas, las páginas de prosa dúctil y acendrada de “Las armas y las letras” de Andrés Trapiello. Hay que decir que la lectura se hace grata tanto por el interés intrínseco del asunto cuanto por la inteligencia ecuánime y la voluntad de verdad que han alentado esta empresa de justicia literaria; pero es imposible no sentir angustia y cierta repugnancia al asistir al eterno espectáculo de esa miseria moral que acompaña, desde siempre y para siempre, a nuestra estirpe y de la que ninguna retórica nos salva.

Y precisamente, mientras doy buena cuenta de este festín de mezquindades y grandezas elaborado por Trapiello con los ingredientes principales de la literatura y de la guerra, este tapiz veraz tejido con las mentiras que se dijeron desde uno y otro bando, esta eterna e imposible empresa cervantina de buscar la justicia perdida acometiendo a los gesticulantes molinos de la mentira interesada, salta a la yugular de la convaleciente actualidad la noticia de la nueva “Ley de memoria democrática”. Ha dicho nuestro autor, creo que con verdad, que una parte significativa de la izquierda no pretende tanto homenajear a las víctimas cuanto volver a la guerra y ganarla, lo que es un empeño de necios integrales, y no de locos eximios y honorables como don Quijote.

La literatura del siglo XX, como la filosofía, acabó por desistir del ideal naturalista de ofrecer una versión clara y fiel de la realidad y se resignó a la mezquina ironía de Pilatos en los Evangelios: “¿Y qué es la verdad?”. Sin embargo, algunos escritores, como Trapiello, no tiran la toalla, por mucho que los demagogos de esa izquierda totalitaria que perdió justamente la guerra (porque lo injusto no fue que la perdieran ellos, sino que la ganara quien la ganó) aprovechen cualquier ocasión para abrirle a puñetazos esa ceja ya dañada en el otro combate. Me refiero al que todo escritor digno de atención libra consigo mismo antes de ponerse ante su teclado sonoro para decir lo que siente, lo que piensa y, a veces, incluso lo que piensa de lo que siente. Hay que ser valiente para pelear con la ceja partida y no dejarse cegar por la propia sangre, sabiendo, como sabemos, que el trofeo de la verdad última no es para ningún púgil humano y nadie podrá levantarlo jamás en este mundo.

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