Gente que no se había muerto nunca

por Rafael Balanzá

Hace tiempo profeticé que la muerte disfrutaría de una tournée estelar en España. Y no se trata tanto de una anomalía estadística –aunque la pandemia ha jugado un tétrico papel, qué duda cabe-, como del último e involuntario golpe de efecto de una generación sobreexpuesta que relegó a la anterior y ha eclipsado a las siguientes. Me refiero a los nacidos en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, aquellos que vivieron un momento histórico irrepetible, lleno de peligros y alicientes: la Transición. Muchos de sus mayores se habían ocultado tras la Guerra, por miedo los vencidos, y luego, por vergüenza, algunos de los vencedores. Y al llegar los nuevos tiempos fueron desapareciendo de la escena pública y se retiraron como viejos elefantes que saben que ha llegado su hora. Los jóvenes, por su parte, agitaron la bandera de la revuelta política y se rebelaron contra todo principio de autoridad. Son los mayores de ahora. Tuvieron a favor la cronología. Nacieron en el momento preciso para pilotar un país hacia la libertad. Aunque en realidad no pilotaron nada, ya que la libertad estaba programada y delimitada por los tecnócratas del Opus y por aquel atrabiliario ministro de información y turismo que se bañaba entre bombas atómicas y decía que la calle era suya.

Esa generación a la que me refiero fue oportuna y tuvo suerte. Un ejemplo. Ningún cantautor de cuarenta o cincuenta años, actual, es comparable al Joaquín Sabina de la misma edad. Si acaso algún youtuber. Y así en todo; de modo superlativo en la literatura y sus aledaños. Los últimos en abandonar este breve verano de las flores que es la vida (en el mejor de los casos) han sido Antonio Escohotado y Almudena Grandes. El desfile de esta Santa Compaña empieza a parecer tumultuoso. Hace unas semanas Fernando Savater escribía en Twitter que para él ha sido una novedad pensar “desde (sic) la tristeza”. Como sabemos, perdió a su esposa recientemente. No quiero, ni por asomo, parecer irrespetuoso, pero ese tuit me sugiere a un chiquillo al que de pronto alguien le sujeta el columpio, tomando prestado un tropo elocuente de Philip Roth. Savater habla, me parece, por toda una generación; la primera que no contaba de verdad con la muerte. Hablar del tema era hasta retrógrado en los años ochenta; podía empujar a la gente hacia la espiritualidad y devolverla al redil nacionalcatólico… un peligro. (Ahora Almodóvar, cosas veredes, dice que echa de menos la religión). Nada me parece más digno y respetable que la tristeza de un hombre que llora a su compañera de toda una vida y compadezco sinceramente a Savater; aunque me extraña un poco que la muerte de un ser querido pueda cambiar, no ya el ánimo, sino hasta el “color del pensamiento” de quien ha dedicado, suponemos, la vida entera a reflexionar. La muerte no es una novedad. En el extremo opuesto –el del ridículo- estaría ese caricato huido de un geriátrico de Sangrilá, con el zurrón repleto de tinte de pelo y una grotesca protuberancia en el sayal, que presume de follar como un bonobo a los ochenta y tantos.

El reparto de la Transición empieza a abandonar la escena, con peor o mejor gusto, tras varios bises y saludos al respetable. No nos alegramos. La muerte es indigna y nos hermana bajo su tiranía a todos. La sorna huertana ha engendrado en Murcia un dicho irónico que viene al caso: “Se está muriendo gente que no se había muerto nunca”.

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