Fui a Madrid, con Amelia y con David, el pasado 20 de abril, y regresamos a la huerta el 22. Ella y el churumbel, claro, de turismo. Y yo, turbio, para mis rollos paraliterarios. También había quedado con Rafael Narbona, una de las más lúcidas mentes que escriben en nuestro país. (Pero, ¿puede en realidad escribir una mente? Quitando a Narbona y a tres o cuatro más, los que escriben en España son los cuerpos. Por pura necesidad. De ahí la expresión “hacer del cuerpo”. Es decir: hacer lo que hace todo el mundo sin preocuparse demasiado. Os lo dejo ahí: en mi blog, en Amazon, en autoedición… Y bajo a la calle aliviado). Mi hijo pudo ver la exposición Kubrick, de la que salió encantado, tras retratarse con las niñas de El Resplandor a la espalda y colgar la foto en su grupo de historia. Yo aproveché ese rato para comer con el director de esta web y preparar nuestras futuras maniobras orquestales diurnas.
Me llevó a un sitio muy pijo, cerca del cruce de Narváez con O’donnell, creo, y me obligó a pagar: “Invitas tú”, fue su inapelable decreto. Lo cierto es que antes de la pandemia me invitó él: a un cocido muy castizo y sabroso. Esta vez tomamos una tapa de cazón en adobo y unos boquerones, además de un par de cañas cada uno. Casi 40 eurazos. Demasiado. Pero hay que tener en cuenta que a nuestro alrededor todos eran juezas y jueces del Supremo vestidos de Gucci, políticos, contertulios televisivos… y así, en escala ascendente, hasta llegar a la cima: los youtubers. “Si ahora estalla una bomba aquí –pensé sonriendo- puesta por un simpático yihadista, por ejemplo, esta gente tan dilecta, y yo mismo, nos convertiremos en dados de carne negruzca y humeante. Pero el único que dejaría algo perdurable sería yo, pese a mi rebeca astrosa y mis zapatillas del Decathlon”. Puede parecer jactancioso, pero tengamos en cuenta que mis novelas están en muchos institutos Cervantes del mundo, y eso es patrimonio del Estado. Así que hasta que España se desintegre, junto con la UE, su gallina clueca (2040 ó 2050, calculo, cuando los carroñeros sucesores de Putin, Lepen, Trump… se apoderen de los despojos de esta civilización sin alma), mis libros estarán ahí, y los seguirán leyendo los estudiantes extranjeros.
Llamé al camarero para entregarle dos billetes azules, y C. S., para subrayar lasmiserias de esta gloria nacional de las letras, de este biznieto de Max Estrella –al que mean todos los perros de Madrid- dijo riendo: “¡Eres el único de aquí que va a pagar en efectivo!” Tenía razón, desde luego. Tengo tarjeta, claro, pero apenas la utilizo fuera del Mercadona. No juego al golf. No viajo si no es con mi familia, o por contrato. Por no ser, ni siquiera soy putero. Compro poca ropa: a la huerta voy en chándal. Todo lo que gano va a mi casa y a los viajes que le apetecen a mi mujer. Antes de despedirnos, C. S. aún tuvo tiempo para escandalizarse otra vez. “Pero, ¿es que no te quedas a la noche de los libros?” vociferó, tirando de un manotazo furioso la bandejita del cazón. Una fiscala treintañera se volvió con ojos esmeralda, amenazadores de castración química. “No, Carlos. No me quedo a lo del libro. En mi casa, el día del libro es todos los días, ¿sabes? Además, no cambio mis limoneros por las farsas librescas de un país en el que la verdad verdadera es que cada vez se lee menos y peor.” Si no hubiera estado en la parte más libertaria de un país sumiso y a la vez iracundo habría terminado en el juzgado.