Dicen los oteadores sociológicos que el topless está desapareciendo de nuestras playas, se acaba eso de ver tetas gratis al natural. Parece que asistimos al crepúsculo del maná erótico-playero del landismo, término que utilizamos aquí con el debido respeto a don Alfredo, quien después de la época del destape casposo en el cine nos demostró que era en realidad un gran actor, en películas tan memorables como “Los santos inocentes”.
En cuanto al topless yo, la verdad, no he apreciado muchos cambios. A mediados de agosto vimos a un grupo de amazonas de pelo corto, en una playa de Almería que no era oficialmente nudista, no ya mostrar los pechos, sino desnudarse del todo entre familias y parejas ataviadas con bañador. Sus miradas fulgurantes, como de valkirias, parecían desafiarnos. En un momento dado, una de ellas se agachó para coger algo de la tienda, levantando el trasero y orientando hacia el sur el tercer ojo, buscando acaso afirmar su libertad ante el provecto y venerable Mediterráneo, y más allá del horizonte, tal vez, frente a las huestes africanas del islamismo radical. ¿Era ese su propósito?
Durante mucho tiempo, los epígonos de Rousseau y de Freud, libertarios del 68, quisieron ver en el pudor sexual una enfermedad cultural y una clara muestra de la remanente represión judeocristiana, un signo más de la vileza de nuestra civilización imperialista y colonial que no merecía otra cosa que la extinción, para que la humanidad pudiera regresar a la bucólica arcadia de sus ancestros. Y no sirvió de nada que el prestigioso etnólogo Irenaus Eibl Eibesfeldt consignara, a sensu contrario, un aserto rotundo avalado por años de trabajo de campo en su monumental Manual de etología humana: “El pudor sexual –escribió con autoridad- es un rasgo universal”.
Parece ser –por lo que explicaron en un telediario de TVE hace unos días- que los culpables de que las chicas no quieran hoy bañarse con las tetas al aire somos los hombres que las intimidamos con nuestras miradas libidinosas; los machos desnaturalizados que nos sentimos atraídos por sus pechos y dirigimos hacia ellos nuestras falocráticas miradas. En efecto, si nos hubiéramos liberado a tiempo del yugo del patriarcado ahora tendríamos erecciones perfectamente inocuas y homologables, mirando fijamente conchas marinas, por ejemplo, o moluscos y estrellas de mar, como ocurría en los maravillosos e incorruptos tiempos del paleolítico medio, cuando todo el mundo fumaba petas, escuchaba a Bob Marley y usaba ropa reciclada. Qué tiempos.
Menos mal que he pasado un verano agradable, desconectado de las redes sociales y relativamente ajeno a gilipolleces noticiables; inmerso en la fascinante lectura de Doctor Faustus, la gran novela de Thomas Mann sobre el crepúsculo del arte clásico y el descenso de Occidente a los infiernos de la frialdad emocional y estética, el cero grados kelvin de nuestra civilización. Y hablando de agonía y decadencia, una de mis lecturas para este otoño que pronto amarilleará por las penurias sociales y la crisis energética será, precisamente, Aniquilación, de Houellebecq. Confiemos en que el druida galo falle como adivino esta vez y el título no se convierta en presagio.