Adiós a la Democracia

por Rafael Balanzá

Mi churumbel va a cumplir 14 y hemos pensado que ya es hora de comprarle un smartphone. Mejor dicho, el mundo y la sociedad han decidido por nosotros que ya es hora de comprárselo. Así que simplemente hemos firmado la rendición; aceptando los hechos consumados: no tener WhatsApp a esa edad empieza a ser un factor de exclusión social, un verdadero hándicap. No me parece mala idea que los niños cuenten pronto con un móvil. Puede constituir, incluso, un elemento de seguridad. Pero smartphone… ¿para qué? ¿Para conectarse cuanto antes al pandemónium cibernético, a la Bestia de siete cabezas que surge del espejeante mar de la tecnología para generarnos ansiedad y acabar definitivamente con el buen gusto? Y eso que el nuestro ha sido de los más tardíos, gracias a que se ha criado en un pueblo y su vida de preadolescente está hecha sobre todo a base de huerta, parque, bici y fútbol.

Pero voy a lo que voy. Nosotros, hasta cierto punto, podremos controlar sus movimientos en Internet; sin embargo no está a nuestro alcance, claro, controlar los smartphones de sus amigos. No podemos impedir que niños de esta edad tengan fácil acceso a toda clase de contenidos violentos y escabrosos, hasta la pornografía más degradante. Y la pregunta: ¿Cuándo he votado yo todo esto? ¿En qué programa de qué partido figuraba? ¿Quiénes son los ideólogos o los políticos responsables? No hay un rostro. Es culpa de todos y de nadie. Se trata de la estructura del mundo, del (des)orden de las cosas. Es así porque es así. Nosotros, claro está, no le compraríamos el smartphone todavía, pero la presión de la estupidez circundante es irresistible y hay que ceder; hasta cierto punto, claro, porque siempre queda un margen para la insumisión.

Kafka, Orwell.

En el mundo del primero, el mal es difuso (así, por ejemplo, en El Proceso) y está disuelto en cada uno de los personajes en distintas concentraciones, incluso en el protagonista, pero su fuente primigenia, su origen permanece velado; mientras que en la distopía fantaseada por el segundo (1984), el mal, aunque relativamente oculto, tiene un origen humano preciso. El Gran Hermano es un hombre o grupo de hombres que domina a la masa mediante la propaganda y la manipulación. El mal es, en fin, un partido totalitario. Por supuesto, el que tenía las luces más largas era Kafka. Nuestro mundo se parece más al que él columbró: no hay un rostro al que culpar.

La democracia política (representativa, parlamentaria) fue una buena idea en los siglos XIX y XX, pero ahora se ha vuelto inútil y ha sido sustituida, de hecho, por la democracia del mercado. La gente decide no con lo que vota, sino con lo que compra, y el menú electoral se parece asquerosamente al de una cochambrosa hamburguesería. Los márgenes de lo posible, de la política factible, se han estrechado demasiado. El ciudadano percibe esto como un fraude, y esa sensación de “tongo” tiene mucho que ver con el origen de los populismos de derechas o izquierdas que han surgido en estos últimos años. Pero cuando esos movimientos intentan “hacer más real la democracia”, empujando las paredes de la trituradora de basura con las manos, terminan aplastados por la realidad. Eso es lo que está ocurriendo con el Brexit y, de otra manera, con el independentismo catalán…   

En mis momentos de sensatez, suelo advertir contra esos populismos; pero a veces viene a verme el Demonio del Mediodía y me susurra al oído: “No: cuanto peor, mejor”. Entonces me dan ganas de pedir el voto para Podemos y para VOX, indistintamente. A ver si quiebra ya de una vez la farsa electoral. A ver si todo se va a la mierda y le vemos la cara por fin a la democracia realmente existente: el imperio de los gilipollas, de los mediocres trepadores y del mal gusto generalizado. 

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