Adiós, pez espada

por Rafael Balanzá

El escritor que hoy a fuerza de talento, constancia y sacrificio ha logrado conquistar un escaso metro cuadrado del escaparate editorial, el autor que carece de contactos políticos y de amigos en la prensa, aquel que no llega a publicar en una buena editorial a base de coimas más o menos disfrazadas, porque está excluido (inter alia) del mercado universitario de favores y de las dádivas de los gobiernos regionales, porque ha eludido el estupro de los grandes grupos de comunicación; aquel rarísimo autor, en fin, que ni siquiera ha logrado su plaza por los buenos o malos oficios de una taimada agente, sino a través de una verdadera y limpia oposición literaria, en justa contienda con otros aspirantes y sin haber presentado jamás un mal programa de televisión o haber elogiado servilmente la obra de otro, tan arribista y mediocre como él…; ese escritor tan singular del que os hablo, se enfrenta ahora a una lamentable y cruel, aunque también poética, paradoja. Después de tanta lucha y esfuerzo, después de tanto machetazo en la espesura de prejuicios e intereses creados que dificultaban su camino, ahora ve cómo bien pudiera darse el triste caso de que en un futuro próximo dejara de ser posible dedicarse profesionalmente a la escritura, excepto trabajando en vulgares y rutinarias series de televisión. La combinación de envilecimiento del gusto y pereza intelectual, de miseria política y rapiña generalizada a través del pirateo, podría tal vez dar al traste con toda su lucha y con sus años de esfuerzo.

Puede que así sea. Sí, puede que sea así. Pero que no deje nunca de admirar este patético plumífero vuestro la semejanza de su destino (heroico, sin duda, y tragicómico también) con el de aquel pobre pescador de Hemingway, el viejo flaco y de semblante adusto cuarteado por la sal; el hombre de manos encallecidas que veía impotente al final de la historia, desde su bote, cómo los tiburones se cebaban con el pez espada que a base de sangre y de sudor había logrado arrancar de las fuertes y espumosas manos del mar. Que no deje nunca vuestro escritor de amar la belleza del caos que habitamos y su inextricable, su risueña crueldad. Que no deje incluso de admirar, si llega el caso, la ridícula hermosura de su propia destrucción.

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