Amis, Murakami y Buffalo Bill

por Rafael Balanzá

Como en este rincón andamos siempre criticándolo todo, también será bueno decir alguna vez que hemos hecho algo bien como país. Y premiar a Murakami ha estado bien, qué queréis que os diga. Ha estado bien premiarlo, sobre todo, mientras los suecos otorgan su periclitado galardón a Bob Dylan –que para nada lo necesita y casi lo rechaza- o a Mondinga –escritor muy respetable y muy valorado en su muy honorable tribu del Congo- o a Ojo de grulla –por su antología poética publicada en piel de alce- y así… A fuerza de hacer el giliprogre han conseguido que a nadie le importe medio zurullo quién ganó el Nobel el año pasado. Y por cierto, ya que estamos, ¿quién ganó el Nobel el año pasado? Vale. Silencio. Veo que tampoco os acordáis. Ni falta que hace. Una francesa que dirige un consultorio sentimental, me parece.

Empecé a leer a Murakami bastante tarde. Al buscar en Google el título de mi novela “La noche hambrienta”, poco después de que se publicara en 2011, noté –en Casa del Libro y en alguna otra plataforma- que los que la compraban también eran lectores del japonés. Así que adquirí y leí “Kafka en la orilla”: Y vi que sí… que podría rastrearse algún lejano parentesco, por el lado de lo surreal-mágico-truculento. Y luego leí alguno más que también me gustó bastante, aunque no dejaron una huella tan profunda en la orilla de mi memoria como para que no la borren las mansas olas del olvido. El último con el que me puse fue “La muerte del comendador”. Leí el primer tomo y no me enganchó lo suficiente como para zambullirme en el segundo. De todas formas, Murakami me parece un autor imaginativo, con una prosa muy plástica. Tenemos en común a Kafka y alguna otra fuente de inspiración, tal vez.

A Martin Amis lo he leído menos. De hecho, un único libro: “La información”. Excelente y amargo. Especialmente incómodo para los que nos dedicamos a esto de zurcirnos a teclazos las grietas de la autoestima y las heridas de la frustración. No hace mucho copié en Twitter una frase de esa novela que llevo sobre el alma desde que la leí: “El modernismo fue una breve divagación en la complejidad; pero Richard se había quedado en eso, en lo complejo. No deseaba complacer a los lectores. Quería tensarlos hasta que vibraran.” Casi se oye el cerrojo del rifle en la recarga. El diagnóstico no podría ser más certero, se me aplica perfectamente. Todavía llevo esa bala en el pecho.

Pero Martin Amis ha muerto y yo sigo vivo. Además, parece que pronto se publicará un nuevo libro con mi nombre en la portada. Aunque el mundo en el que yo quise ser escritor –ese mundo de la complejidad del que habla el narrador de “La información”- ha desaparecido. No queda nada. Un tsunami de infantilismo, estupidez y apatía lo ha barrido todo. No importa. Me vestiré de Buffalo Bill para salir a hacer el gilipollas ante el público, aunque hace tiempo que no quedan bisontes. Tal vez aprenda a nadar y a guardar la ropa, entre lo complejo y lo popular quizá encuentre un sitio donde plantar mi sombrilla y poner la toalla. La literatura puede ser un buen McGuffin para pasar la vida, si aprendes a mirar con una sonrisa indolente la lenta cocción del mundo en el caldo de su propia idiotez, sin preocuparte demasiado por nada. Ni siquiera por el auge de Vox en las municipales…

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