Amistades literarias

por Rafael Balanzá

Hemingway despreciaba la fragilidad de su amigo Scott Fitzgerald, aunque nunca dejó de admirar su talento. Como sabemos, Ernest se había hecho una idea taurina e hiperbólica de su propia virilidad, y cultivaba el mito del duro corresponsal de guerra y aventurero. Solía beber (hasta que decidió volarse los sesos con su escopeta) como mínimo un tercio de botella de whisky al día, y boxeaba con quien se le quisiera poner enfrente y atarse unos guantes reglamentarios.  

Lope de Vega y Miguel de Cervantes también se admiraron mutuamente al principio, pero a la postre la rivalidad se impuso a la amistad, también en este caso. No ocurrió lo mismo con Borges y Bioy Casares, que fueron amigos hasta el final, parece; cosa que no se puede decir de García Márquez y Vargas Llosa, aunque el premio nobel superviviente –boxeador, como Hemingway, lo que le permitió zanjar aquella amistad con un legendario puñetazo- no ha dejado nunca de alabar la obra del difunto. 

Las amistades literarias son complejas y, en general, quebradizas. Lo digo por lo leído y también por lo vivido. No hace mucho le dije a un joven escritor dotado de considerable talento -se ha bebido toda mi obra y aún no da síntomas de empacho- que a estas alturas de mi vida no andaba buscando hacer nuevos amigos, y menos en el “mundillo”, como apestosamente lo llamamos. Soy gato escaldado, pero no pensaba en mi propio bien al pronunciar esa advertencia, sino en el de ese joven narrador al que me refiero. He llegado a un punto en que temo más decepcionar que ser decepcionado. Quise aclarar mi posición con una pregunta que dejó al chico notoriamente descolocado: “Si ganas un premio importante y empiezas a vender más que yo, ¿cómo crees que me sentaría eso?” Exageraba un poco, creo que sería capaz de encajarlo. 

Conocí a Luis Alberto de Cuenca cuando él era algo más joven de lo que yo soy ahora. Mi primer contacto con su obra fue un recital en Caja Murcia. El entusiasmo por su clara poesía fue como el que sentí a mis catorce, cuando oí por primera vez el bruñido solo de trompeta de Penny Lane, la canción de McCartney en el mítico sencillo de The Beatles. Oscar Wilde dijo que la naturalidad es la pose más difícil, pero Luis Alberto, con su genial inventiva, hace que parezca sencilla: “¿Qué es más, un inspector o un comisario?”. Enseguida comprobé, con rendida admiración, que él era muy capaz de evocar todo el cine clásico de la derrota en un sonoro y directo primer verso: “Sin mujer, sin amigos, sin dinero”. Unos años después de eso le regalé, entre juguetona y provocadoramente, una revista doblada por una página en la que podía leerse un artículo en el que me metía un poco con él y con unos amigos suyos de la tele, sin demasiada malicia –todo hay que decirlo- y con algún ingenio. Se echó la chaqueta (de alto cargo provisional) al hombro y lo leyó deportivamente, con una sonrisa de caballero; sin miedo ni esperanza, por así decirlo. Luego yo gané el Gijón y él se enteró por la radio. Es un premio limpio, así que no hay forma de avisarlo. Fue de los pocos que se alegraron. De verdad, quiero decir. Y desde entonces somos amigos. 

Esta Navidad le envié a Arrabal mi reciente entrevista en Todo Literatura, en la que mencionaba su nombre junto a varios más, en la misma lista improvisada de canónicas influencias en la que figuraban Dostoievski, Kafka y Samuel Beckett. (Lo dije porque me preguntaron y, además, resulta que es cierto.) A los dos días recibí un correo suyo: la foto de un casto beso con estrella luminosa y dobles gafas multicolores. 

Algunas amistades en literatura son posibles, sí, pero como en general en la vida, aunque con más virulencia acaso, la soledad –que igual que la muerte en El séptimo sello sabe siempre dónde está exactamente cada pieza en el tablero- la soledad, de una forma o de otra, nos acaba ganando la partida. 

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