Apoteosis del escritor democrático

por Rafael Balanzá

En algún momento de su vida el escritor soberbio se ha creído para siempre un ser humano especial. Se empeña en no acusar recibo de nuestro evangelio democrático: todo el mundo es especial, de modo que nadie lo es realmente. El escritor soberbio insiste en que posee un don otorgado por el cielo, una especie de sublime cualidad con la que ha sido obsequiado, o tal vez castigado. Y es que el escritor arrogante y pretencioso se considera adscrito a una categoría humana excluyente. Reclama el derecho a ser tratado como alguien diferente –no necesariamente mejor, pero sí distinto-al margen de las convenciones y los presupuestos aplicables a las personas ordinarias.

Declara el escritor soberbio, tan sincero él siempre, que ya ha sufrido mucho, y que seguirá sufriendo hasta colmar del todo la medida de una singularidad que tiene más de maldición que de regalo. Dice -y lo dice patéticamente, con los ojos irritados- que él está obligado a vivir con el alma en carne viva, expuesto a los mil tormentos diarios que la vulgaridad, con sus chocarrerías, impone a su delicada sensibilidad, a su vulnerable espíritu. Por lo tanto, insiste, ya ha pagado y seguirá pagando un alto precio para poder sustraerse a las rutinas e inercias del rebaño.

El escritor democrático, en cambio, arrasa en Twitter y Facebook, participa en toda clase de tertulias e imparte continuamente talleres literarios. Proclama de continuo, por todos los medios a su disposición, que él no es distinto ni especial y que todo lo que ha logrado se lo debe a una optimización racional de habilidades y recursos que son, en última instancia, accesibles a todos. Basta, dice él, con buscar la información oportuna en Internet y adquirir los instrumentos teórico-prácticos adecuados. El escritor democrático piensa siempre en positivo y adora a todos sus lectores. Jura que si tuviera tiempo suficiente, entre conferencias y bolos, los arroparía uno por uno en la cama y les susurraría cada noche una frase cargada de energía positiva y democrática, deslizando al mismo tiempo su tierna mano bajo las sábanas para acariciarlos.

El escritor democrático carece de vanidad, e incluso de ego, y vive perfectamente integrado, en su rol de abeja reina, en una comunidad que depara la misma dosis de felicidad homologada a todos sus miembros. Nunca envenena el ambiente con críticas acerbas o lacerantes sarcasmos. A veces, eso sí, ataca al “sistema” o a “los poderosos” (categorías a las que por supuesto es ajeno) pero jamás destila ironías malévolas ni expresa desesperación o cansancio. Se reclama un hombre feliz y nunca se ha sentido fatigado. Dice lo que piensa la mayoría, solo que él lo dice un poco mejor. No porque sea especial, desde luego –eso ya ha quedado claro-, sino porque ha seguido los oportunos cursos, tanto on-line como presenciales, y los pertinentes masters académicos, así como toda una larga serie de selectas masterclasses, similares a las que él mismo imparte hoy en día.

Todos amamos al escritor democrático tanto como aborrecemos al escritor soberbio. Así que este último será emplumado, embreado y conducido a la plaza pública en una jaula, sobre un carro. Mañana lo crucificaremos boca abajo, con un cartel clavado en los genitales en el que podrá leerse esta justa y sucinta inscripción: “Quería estar solo y al revés. Concedido”.

El escritor democrático, Premio Floración de este año, no podrá disfrutar de la ejecución con todos sus bondadosos paisanos, porque se encontrará firmando libros en unos grandes almacenes cuyo nombre, por todos conocido, no debemos reproducir aquí.

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