Artistas

por Rafael Balanzá

Algunos escritores declaran que ellos se consideran artesanos, pero no artistas. Lo de artistas les parece pretencioso. Me inclino a respetar, si no tengo poderosas razones en contra, toda declaración de principios o de intenciones, faltaría más. Debo añadir, sin embargo, que ésta, como otras muestras de humildad gremial, me resulta en extremo sospechosa. Tanto, al menos, como la prístina modestia de los “negacionistas” de la vanidad, esos a los que no les importa nada ser o no ser conocidos, salir o no salir en televisiones, blogs o periódicos, pero que a la menor ocasión sacan su ego bajo palio y rodeado de cirios como si fuera La Esperanza de Triana, y obligan a quien pueden a seguirlos en la procesión. Líbrenos el hado de la humildad de estos sabios ascéticos tan carentes de ego, que de los soberbios ya nos libraremos nosotros.

No sé si ya lo he dicho alguna vez, pero en todo caso no me importa repetirlo. Hay muchas razones posibles para escribir, empezando por la simple y llana grafomanía y continuando con la esquizofrenia paranoide, pero sólo hay cuatro, y nada más que cuatro buenas razones para publicar; aunque no niego la posibilidad de que algún perspicaz lector arroje sobre este asunto una luz inesperada. A mi entender, se puede publicar por un puro y simple deseo de expresión y comunicación. A través de mi escritura digo cómo me siento y otros conectan con ese estado de ánimo. Doy testimonio de mi visión del mundo mediante mi obra. Si esa voluntad de expresión no se dirige a lectores actuales, sino futuros, entonces hablamos de legar nuestros libros a una expectante y admirativa posteridad. Es el caso de los que, como Stendhal, escriben para el mañana. Un mañana que contiene el aliento porque sabe que no será nunca lo que tiene que ser sin que nosotros, los genios de hoy, pongamos allí el huevo prodigioso de nuestra sensibilidad. Van dos, si no cuento mal. Nos quedan otras dos razones inteligibles para la publicación. Y son, a saber, la pura vanidad (el reconocimiento, los premios, el status de escritor o como queráis llamarlo) y, por último, pero no menos eficaz, el poderoso caballero don dinero. Habría un quinto acicate: la voluntad de transformar el mundo mediante el benéfico influjo de nuestra iluminadora producción, pero yo entiendo esta variante como una extensión de las dos primeras.

Y de todo lo anterior se deduce que si uno con lo que publica no gana lo suficiente como para justificar el trabajo que cuesta escribirlo y tampoco quiere arrojarse sin lucha en brazos de su mullida y ridícula vanidad, debe al menos poseer la convicción de que lo que está haciendo podría llegar a ser relevante de algún modo. (Por aquí hay un tobogán que nos lleva directamente a la obra de Steiner y a sus reflexiones sobre la centralidad insoslayable del presupuesto teológico en el arte occidental, pero hoy no nos lanzamos.) Lo que pretendo decir, en definitiva, es que si uno no se convence a sí mismo de que es un artista capaz de lograr algo verdaderamente importante, más vale, me parece, que renuncie a aumentar la tasa de mediocridad del mundo. Cosa distinta es que, a toro pasado, nos demos cuenta de que no somos los genios que creíamos, y que nuestra obra, ya terminada y editada, apenas si merece el calificativo de “digna”, quedando muy lejos de las sublimes alturas con las que durante su elaboración habíamos soñado. Pero esa modestia “a posteriori” es harina de otro costal.

Ahora que acabo de ver lo último de Woody Allen (“Irrational Man”), recuerdo que él suele declarar que no ha logrado todavía una sola película comparable al cine que admira; pero que yo sepa jamás ha dicho que no lo esté intentando. Me parece que este es para un artista el equilibrio más fértil entre soberbia y humildad.

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