Blues del swamp

por Rafael Balanzá

Los jueves vemos Cuéntame. No es que sea un dato importante, pero es así. A mi hijo le gusta y yo me divierto con las extralimitaciones testosterónico-casposas de Antonio. (Lo bordas, Imanol, esa es la verdad…) Y después dan un programa que se llama Ochéntame otra vez. La banda sonora de nuestra juventud lejana. Se hartaron de decir el otro día, los entrevistados, entre canción y canción, que ya no se hacen temas como aquellos. Y me parece que viene siendo cierto lo que denuncian, porque los chavales de ahora se quedan pillados con esas mismas canciones nuestras.

Yo miro más atrás todavía. La brecha se agranda si nos fijamos, por ejemplo, en los 70. ¡Y no digamos en los 60! Pero no pasa esto solo con la música, no. En cine, en teatro, en narrativa…, do quiera que pongamos los ojos -como le pasaba a don Francisco de Quevedo y Villegas cuando miraba los muros de la patria suya-, parece que todo, todo a nuestro alrededor (en las artes) es recuerdo de caducidad y decadencia. La sequía afecta a muy diferentes y distantes parcelas. Podemos exceptuar, si queréis, la cocina molecular, esa que requiere acelerador de partículas. Y las series, claro. También están las series de televisión. Han salido buenas series estos últimos años, es verdad, aunque yo no he prestado mucha atención a ninguna después del gran subidón metanfetamínico de Breaking Bad, para qué vamos a engañarnos.

Apocalíptico como soy, me pregunto si no estaremos al final de los tiempos. Temo ver aparecer en cualquier momento el 666 en la pantalla de mi móvil. O sea, que vivo esperando la llamada de la Bestia. Pero la Bestia no aparece. Está dormida. Quizá sueña. ¿Y con qué sueña? ¿Terminará todo en un bostezo enorme, infinito? ¿Conquistaremos la inmortalidad y entonces tendremos que componer, cada uno de nosotros, a la fuerza, una vez como mínimo La Odisea?

En estos tiempos lánguidos, en los que hasta las revoluciones secesionistas estallan sin fuerza, me sorprende que sigamos publicando libros con entusiasmo. Los que ya han ganado suficiente, ¿para qué lo hacen? Y los que no ganan nada, ¿para qué lo hacen? Todos cuentan con mi respeto, claro. Los dedos sobre el teclado tienen razones que la razón no comprende. Seguir escribiendo cuando ya todo está escrito será una insensatez, pero también es una manera de gritar lo mismo que Calígula al final del memorable drama de Camus: “Todavía estoy vivo”. Acaso soñamos, secretamente, con lograr algo que sea recordado. Pero recordado, ¿por quién? ¿Por los aburridos lotófagos del futuro?

Creo que iré pronto a Nueva Orleans unos días, a pensar en esto más despacio. Dicen que, bajo sus faldas de verdín, los pantanos de Louisiana ocultan a los hijos deformes del tiempo. Acunan a esos monstruos en su regazo de ramas, y les cantan nanas de blancas lunas, de brujas negras del vudú, de blues sin fin, de caimanes tristes con un coro sonoro de ranas.         

Recordaré a Ignatius Reilly, como no, en alguna terraza de Bourbon Street, con su libro de Boecio y su eterno flato. Recordaré al no menos humano John Kennedy Toole, que se sustrajo al aburrimiento del mundo, para siempre, en un garaje de Missisipi, inhalando el monóxido del tubo de escape de su coche, exactamente el mismo día (26 de marzo de 1969) en que yo vine al mundo en una clínica de Murcia. Sé que ya lo he contado, pero no me importa repetirlo, porque es raro, muy raro. Y estamos condenados a repetirlo todo, por raro que sea, hasta el fin.

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