Canadá, de Richard Ford (II

por Rafael Balanzá

Me propongo abordar en este post (según lo anunciado en el anterior) la cuestión del punto de vista moral de la novela de Ford, pero no sin antes recordaros que este texto contiene algunos spoilers.

Más allá de defectos formales o constructivos –de los que me ocupé en la entrada anterior- lo que realmente me encocora de esta obra tiene más que ver con su axiología latente, ese punto de vista moral al que vengo aludiendo. ¿Y cuál es? Bien… yo lo describiría como la versión posmoderna del estoicismo. Se trata de una perspectiva filosófica, más bien antropológica, que hace que casi toda la “ficción seria” tenga el mismo saborcillo de fondo en nuestros días, como la mala comida china. Podríamos enunciarlo así: esto es lo que  hay, y tenemos que aguantarnos porque no hay otra cosa. La condición humana no da más de sí. En este caso, el narrador-protagonista no solo es incapaz de denunciar al asesino (vale…, era un crío y todos podemos perdonarle su cobardía, que probablemente sería la nuestra en similares circunstancias) sino que, ya en su vejez, expresa implícitamente su admiración por ese hombre fuerte, capaz de vivir “más allá del bien y del mal” –Nietzsche por el horizonte, claro-:

Pag. 476: Estoy seguro de que en ningún momento pensó que yo hablaría de lo que había visto (…) siento una pequeña satisfacción al darme cuenta de que al menos me conocía así de bien, y de que al final me había prestado un poco de atención.

Aceptamos que quien nos ha contado la historia se revele como un cobarde y un pusilánime (por no decir un auténtico mierda) y le aplicamos la atenuante de juventud; pero encuentro excesivo que, además, quiera vendernos al criminal como un ser admirable. Sobre todo porque dicha actitud no se problematiza en absoluto, sino que se nos ofrece de un modo banal y en un contexto retórico inequívocamente orientado a promover la simpatía hacia el protagonista. Este sustrato filosófico, de un rancio y desabrido escepticismo, vuelve el libro –a pesar de algunos evidentes logros, como la emotiva reaparición de la hermana al final de la novela- algo tedioso para mi gusto. Hay reflexiones que me parecen francamente cargantes. Por ejemplo ésta, en la página 440:

“El preludio de las cosas malas puede ser ridículo (…) pero también fortuito o anodino.”

Hasta aquí vale: el mal puede provenir de lo trivial e insignificante. Aunque se trata de una idea manida que ha sido expresada muchas veces, y con más acierto:

“Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible”. Deutsches Requiem, Borges.

El problema es que el narrador cree que tiene algo bueno, y no suelta la presa:

“Lo cual conviene tenerlo en cuenta, por cuanto puede mostrarnos de dónde pueden surgir los acontecimientos funestos: apenas a unos centímetros de distancia de un hecho cotidiano.”

Esto es demasiado. La idea resulta trillada y la vuelta de tuerca no se justifica de ningún modo, por encantado que esté el autor de haberse conocido.

A pesar de todo –vale la pena repetirlo-, Canadá me parece una verdadera obra literaria, lo que no es poco en estos días. Agita frenéticamente sus alas para elevarse por encima de los cochambrosos territorios del mercado. Un esfuerzo encomiable.

 

Otras opiniones sobre Canadá de Richard Ford:

“Un diez absoluto. Una madurez que deslumbra pero también conmueve.” Rodrigo Fresán.

“¿Qué decir de una novela tan hermosa? Un epílogo estremecedor, lo mejor que ha leído este crítico en mucho tiempo.” Sergi Sánchez, El Periódico.

“Sin sentimentalismos, Ford emociona a cualquier lector.” F. R. Lafuente, ABC.

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