Comercio y cristianismo, Escohotado ante Iglesias (II)

por Rafael Balanzá

La posible vinculación de Jesús son los esenios es una teoría a considerar (defendida hace más de un siglo por Ernest Renan y cautamente explorada por Geza Vermes), pero en absoluto demostrada. Y aunque tal vinculación existiera, hay que señalar que mientras que la secta de Qumrán esperaba la destrucción de un mundo sumido en el pecado que no merecía la misericordia de Dios, Jesús no predica primordialmente el castigo, sino lo contrario: la salvación. Y si bien el ideal cristiano propone como metas sublimes la pobreza y la castidad, en ningún caso se condenan el sexo y el comercio, que son prácticas mundanas pero conformes a la naturaleza humana, informada y perfeccionada por la gracia, como explicaría siglos después Santo Tomás.

Conviene recordar que Jesús, sopesando en la palma de la mano la moneda romana con la efigie de Tiberio, sentencia: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22, 15-21); lo cual está muy lejos de constituir una condena in toto del comercio. Por otra parte, la entrada en el atrio del templo látigo en mano, no es tanto un ataque furibundo contra las prácticas precapitalistas que allí se desarrollaban cuanto una condena inequívoca de la mezcla satánica del comercio con la religión. Recordemos, así mismo, que a quienes querían vivir en permanente contemplación extática sin aportar nada a la comunidad, les espeta San Pablo: “El que no trabaje que no coma” (Tesalonicenses 3/10). Por lo tanto, la supuesta enemistad irreconciliable entre el cristianismo y el comercio, que al parecer constituye el pilar argumentativo de la obra de Antonio Escohotado, solo indica que hoy se puede llegar a viejo filósofo en Europa sin haber alcanzado la menor comprensión de la religión capital de Occidente. Esto es alarmante en extremo, porque los ateos, los agnósticos, los panteístas e incluso los envejecidos vástagos de la filistea burguesía franquista, no están (no estamos) exentos de tal conocimiento si no queremos caer en una estupidez rebozada de erudición que solo puede embelesar a los iletrados.

No pongo en duda, como decía al principio, que dejando a un lado las cuestiones teológicas, la obra pueda ofrecer una indagación interesante de la genealogía y el desarrollo de las ideas socialistas. Incluso estoy impaciente por saber a qué clase de argumentación (digna de algún prestidigitador superdotado) recurre el autor para convencernos de que una civilización que ya era plenamente cristiana antes de la gran transformación del siglo XII y que siguió siéndolo después, de manera incuestionable, durante al menos otros cuatro siglos; ha sido capaz de producir las estructuras sociales, culturales y económicas que dieron lugar al proceso de acumulación capitalista y, más tarde, a la inmensa revolución cultural y científica del Renacimiento, a pesar de la descorazonadora incompatibilidad del cristianismo con tales logros.

Provisionalmente, mantengo mi orientación según el norte magnético de los grandes referentes a los que ya he leído -y a quienes espero no tener que tirar por la borda-, como el historiador Ètienne Gilson, quien nos enseñó con magistral autoridad en qué consistía la singularidad del pensamiento cristiano: “Las filosofías griegas son filosofías de la necesidad, mientras que las filosofías influidas por la religión cristiana serán filosofías de la libertad”.

Quiero anotar, antes del punto final, que ningún argumento de los expuestos aquí choca con la encíclica Laborem exercens de Juan Pablo II -un papa nada progresista, por cierto, y claramente hostil a la teología de la liberación-, en la que se afirma la incompatibilidad de la doctrina cristiana con un capitalismo deshumanizado.

Querido Antonio, no confundas así a los jóvenes scouts de la segunda transición; por favor, no los dejes mojados, a la intemperie y sin merienda.

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