Hace algunos años conocí fugazmente al escritor Javier Marías. Como se verá, no fuimos presentados. Incluí los detalles de ese encuentro en un relato, aún inédito, sobre mi propia muerte. En esos días yo había tenido un sueño premonitorio, permítaseme decirlo así, sobre los últimos acontecimientos de mi vida. Una serie de factores que no vienen a cuento me hicieron pensar que tales acontecimientos iban a suceder en pocas horas. Con esa convicción emprendí el relato, de carácter realista, de todo lo que me estaba sucediendo. Comenzaba así:
Me llamo Javier Azpeitia, tengo cuarenta y un años, soy escritor. Si ustedes están leyendo estas palabras ya habré muerto: es la única condición que he puesto a los responsables del semanario La Estrella para la publicación de este relato. Agradezco desde aquí su cumplimiento del acuerdo, así como el sustancioso adelanto que ya he cobrado.
Sobra decir que mi muerte no ha sucedido aún y por tanto el relato se halla, a día de hoy, inconcluso e inédito. Sigo, siete años después, escribiendo esa historia de mi muerte, de cuyo desenlace conozco todos los detalles excepto la fecha, inminente o, quién sabe, lejana. El semanario La Estrella dio, en aquel mismo año, su último número a la prensa sin publicar, claro, mi relato.
Es para mí, entonces, un placer aceptar la invitación que mis amigos de Conocer al autor me hacen para que comience yo con un post su blog sobre autores conociéndose. Transcribo, para ello, la parte de aquel relato sobre mi muerte que describe cómo se cruzó mi vida, veloz, con la del escritor Javier Marías. Considero este texto mucho más fiel a la realidad que mi recuerdo actual de la escena, ya borroso:
… Me hallaba reflexionando sobre todo ello, de paseo vespertino con mi hija Lucía, cuando de repente la niña, que no ha cumplido aún tres años, se arrojó a abrazar las piernas de un transeúnte. Para mi sorpresa, se trataba del escritor Javier Marías. Se había detenido para no pisar a mi hija, pero giraba la cabeza al paso de una mujer que dejaba el rastro de un perfume amargo y familiar.
Me fijé en ella. Tenía unos veinte años, aunque iba vestida con elegancia adulta. Sus pasos parecían flotar sobre la acera, y era muy bella, de rostro cadavérico, melena roja y ojos profundos como brasas azules. Nos sobrepasó ante la verdulería que hay en la esquina de Ferraz con Luisa Fernanda. El prestigioso verdulero estaba a la puerta, con su batín azul y las manos entrelazadas a la espalda. La miró y supe que iba a lanzarle un requiebro. Pero lo que dijo, literalmente, fue: «Cómo se estropean los cuerpos con la edad».
Una sacudida me estremeció la espina dorsal, el vello se me erizó y se me humedecieron los ojos. La visión de la mujer había provocado que me imaginara a mí mismo yacente, entubado y respirando a través de una mascarilla enganchada a una máquina. El verdulero me había arrebatado el pensamiento, aunque lo que en mí constituía un pedante memento mori se transformaba en sus labios en una verdadera invocación a la muerte. Marías me miró solo entonces, con el temor grabado en el rostro, y huyó a toda velocidad calle abajo.
Abrumada por mi mismo desconcierto, mi hija comenzó a llorar. La alcé y me abrazó, y entonces todo fue nada y ambos recobramos la paz. Pero horas después, en el crepitar de la calle Princesa, pálido bajo la luna sola, camino ya del hospital, no podía evitar la reconstrucción minuciosa de la escena, y me repetía que se hallaba cargada de un simbolismo que quizá nunca comprendería.
Ahí concluye el relato, inédito hasta hoy, de cómo conocí al autor Javier Marías.