El poder del lado luminoso: Las eléctricas

por Rafael Balanzá

He pasado agosto desconectado de la actualidad, frecuentemente inmerso en el medio físico que simboliza mejor lo eterno: el mar. Casi podríamos decir que he pasado agosto en contacto con lo eterno por antonomasia, pero semejante cursilada retórica supondría pedirles muchas tragaderas a mis lectores para los primeros días de septiembre, que ya vienen de por sí bastante cargados de líos domésticos y de ansiedad.

La desconexión no ha sido completa, de todos modos, y algo de información se ha filtrado en mi burbuja marina, junto a la refractada luz solar. Por eso sé que los talibanes han ganado la guerra, demostrándonos que al viejo proyecto ilustrado de una única razón universal lo ha devorado la arena del desierto. Por eso sé que el Mar Menor es una sopa repugnante de codicia y nitratos, cocinada a fuego lento por cocineros muy guarros y mentirosos. Y sé, cómo no, que nos han machacado todo el mes con el ineluctable poder de las eléctricas. Esto último me hace pensar en la vieja paradoja griega, sobre un objeto inamovible y una fuerza irresistible. ¿Qué ocurriría si un gobierno revolucionario de izquierdas se enfrentara al poder de los consorcios energéticos internacionales? La respuesta, imprevisible para los griegos, es que el taimado vicepresidente saltaría de la sartén para no tostarse el culo –o para no helárselo con Filomena- y las eléctricas pasarían por encima del gobierno, igual que un elefante pisa un hormiguero. No son buenos tiempos para la utopía: Imagine all the people living life in Galapagar. Pero lo más aconsejable es viajar al otro lado del espejo, donde existe un mundo ergonómico, de utópico confort, desde el que se puede criticar cómodamente al Sistema. “Podemos” seguir siendo de izquierdas, por supuesto, pero es algo así como un vicio que uno no puede o no quiere abandonar: ese pobre ministro Ábalos fumando disciplinadamente a escondidas durante toda la pandemia, para ganarse la inesperada recompensa de una sorpresiva patada en el culo. Ser de izquierdas (lo digo con dolor) ya no puede significar otra cosa que salvar los muebles de la vieja casa en ruinas de la socialdemocracia.

Y ya que he citado a John Lennon –más o menos- se me ocurre comparar sus tiempos (los estertores de la vanguardia y del romanticismo) con los nuestros. A él, la acusación de no haber sido suficientemente consecuente con sus ideales le supuso una condena a muerte inapelable, perpetrada por un juez-verdugo, idólatra y despreciable, bajo los rigurosos gabletes del edificio Dakota. Pablo Iglesias, sin embargo –y lo celebramos, claro- no morirá acribillado. Vivirá, probablemente, el resto de sus días instalado en el lujo pequeño burgués y el oropel mediático.

Para huir de tanta hipocresía siempre nos quedará la literatura, donde la mentira no hace daño. Literatura de verdad, quiero decir, como esa extraordinaria, a ratos –los mejores ratos- surrealista e incluso expresionista colección de narraciones de Pablo Escudero que he devorado este verano sobre la arena y que lleva el sugerente título de “Las medallas de Mercurio”. No os la perdáis, por favor. Aunque en medio de tanta basura pseudo-historiográfica será, me temo, todo un reto encontrarla.

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