¿Garantizará un premio prestigioso o un evidente mérito artístico la continuidad de una carrera en un futuro cercano?
Definitivamente, no. Por desgracia, si un autor premiado luego no vende, cualquier editorial se desembarazará de él con toda la cortesía del mundo. El mercado manda, cada vez más, aniquilando a su paso toda libertad artística, así como la excelencia y la originalidad. Se impone el gusto vulgar, y lo que se denomina “política de autor” (un editor que cree religiosamente en la calidad de un escritor, como antes se creía en el arcángel San Gabriel, y lo apoya y publica contra viento y marea, hasta que la mayonesa liga: Herralde-Vila Matas) es un fenómeno residual, condenado por desgracia a la extinción. La culpa de esto no la tienen principalmente los editores, desde luego. La tiene el clima social de nuestro país, o, si queréis, disparando por elevación, toda una civilización en declive (occidente) en la que la sensibilidad ha degenerado hasta convertirse en verdadero gusto por la inmundicia, y la cultura –en su sentido genuino- se parece a un enfermo terminal a quien ningún suero podrá ya revivir.
¿Se superará la actual doble crisis de la edición? ¿Se seguirá produciendo literatura de calidad en el futuro?
De algún modo, probablemente sí. Al menos durante cierto tiempo. De vez en cuando aparecerán obras de mérito, aunque hay razones para pensar que el sol de las artes, en general, es ya –en palabras de George Steiner- un sol poniente. Esencialmente, comparto estas pesimistas reflexiones íntimas, en estilo indirecto libre, del protagonista (un editor, precisamente) de una reciente novela del citado Vila Matas:
“Pero si un día encontrara ese autor tan buscado, ese fantasma, ese genio, difícilmente éste mejoraría lo ya dicho por tantos otros acerca de las grietas que separan las expectativas de la juventud y la realidad de la madurez (…) la naturaleza ilusoria de nuestras elecciones (…) la decepción (…) el futuro como dominio de la vejez y de la muerte.” Dublinesca, pag 99.
Reparemos en lo siguiente: si realmente se da, como sugieren esas palabras, un desgaste intrínseco -digamos, “orgánico”- de las potencias creativas “civilizacionales”; y, por otra parte, desaparecen las condiciones y alicientes objetivos para escribir, incluida la importante compensación económica (a causa del pirateo, la escasa demanda de auténtica literatura y la competencia de formas de ocio que no exigen esfuerzo intelectual) entonces la caída de la calidad será cada vez más acusada y nos encontraremos con un típico ciclo de feed-back, que culminará con la extinción completa de la literatura como expresión actual de la creatividad y la sensibilidad humana. Personalmente, opino que a largo plazo este proceso es ineluctable, aunque relativamente lento, como ciertos tipos de cáncer.
Con todo, yo me siento muy optimista, ya que tengo la fundada esperanza de que la muerte “aislada” de la literatura no llegue a consumarse. Confío en que mucho antes, la suma de otros factores (degradación del medio ambiente, agotamiento de recursos, pérdida de horizonte espiritual, depresión generalizada, pandemias, terrorismo biológico, superpoblación, inversión del balance de ventajas y rémoras de la tecnología) habrán terminado por fortuna con nuestra especie en el plazo máximo de unos 100 o 200 años, con mucha suerte.
Y desde luego -otra buena razón para el optimismo- mucho antes de que todo esto suceda confío en estar muerto. Supongo que será una obviedad notar que me gustaría equivocarme acerca de casi todo lo expuesto. También es posible imaginar algo muy diferente. Verbi gratia, que la combinación de ingeniería genética, fusión nuclear, nanotecnología y computación cuántica de 5ª generación deparen a nuestra especie un futuro dorado en el que la gente viva milenios y, renunciando al orgasmo perpetuo neuroinducido e incluso a la pedofilia cibernética, dediquen todo su tiempo a producir creaciones artísticas portentosas que dejen en ridículo a la Sinfonía Júpiter, a la Capilla Sixtina y al mismísimo Quijote. Todos sabemos, gracias a Borges, que contando con el tiempo suficiente uno no puede dejar de escribir, por lo menos una vez, la Odisea.