En un artículo reciente, interesante, aunque algo macarra como casi todos los suyos, Alberto Olmos decía que escribir libros no es trabajar. Más abajo escondía el tridente y pasaba a la red, metiéndose en disquisiciones bizantinas, y distinguía entre escritores realmente profesionales (los de “best sellers”) y escritores quejicas de novela onanista… esos que lloran porque no les pagan lo suficiente por cascársela en público.
Coincido con Olmos en buena parte de su análisis. Y es verdad que hay poca dignidad en lloriquear por no poder dedicarse a la literatura profesionalmente. Nunca he escondido que esa era también una de mis ilusorias metas y si me he quejado alguna vez es porque la alternativa (crear mi propia milicia armada, dar un golpe de estado y gasear a los lectores de bests-sellers-basura y a casi todos los editores) me parecía un poco menos ética. Sin embargo, no comparto la idea de que escribir libros no sea trabajar. Kafka apenas vendió unos pocos ejemplares durante su atormentada existencia, igual que su admirado Robert Walser. Sin embargo Dickens, Dostoyevski, Julio Verne y muchos otros sí pudieron vivir, mejor o peor, de su pluma. ¿Se deduce de esto algún criterio sobre calidades artísticas? Creo que no. Juega la suerte y el “feeling” con la época que a uno le toca. Cervantes envidió hasta la muerte el éxito de Lope en el teatro. El Quijote casi fue un Best seller, pero no había derechos de autor reconocidos para la novela. En esa época, los verdaderos Best sellers eran las comedias de éxito, que dieron lugar a la primera hornada de escritores “profesionales” españoles, como el mencionado Lope. En todo caso, todos estos que digo trabajaban. Y mucho. Algunos sin descanso, incluso en la madrugada, como lo hacía Kafka, precisamente. Aunque no lo creáis, escribir un libro es muy difícil. No como lo hace Jack Torrance en El Resplandor, claro; ni como tantos en España, para quienes escribir es, literalmente, defecar: defecar letras. Pero sí es duro, durísimo, escribir bien.
En todo caso, es cierto que cada cual debe hacer lo que sepa y aceptar con viril estoicismo su destino. Ya he contado otras veces que a mí se me señaló con cegadora claridad el camino del best seller (“escribe una novela con detective”) y no me dio la gana de tomarlo. Y creo que tengo algún derecho a la queja por el mal gusto generalizado del vulgo, como ya lo tenían y ejercían Lope de Vega y Cervantes. A este último le cabreaba un montón el éxito popular de las novelas de caballería. Lo más extraño de todo es que uno esté dispuesto a sacrificar una razonable venalidad en pos de una posteridad todavía más evanescente; pero así somos los artistas. También es cierto que hay mucho llorica, hijo del privilegio, que quiere darse impulso, a base de gimoteos, en el columpio mediático. No es mi caso. De hecho, una vez intenté reivindicarme como escritor proletario. Mi padre fue un honrado y modesto periodista de provincias, cuando abandoné los estudios tuve que ponerme a trabajar, primero como comercial y después de auxiliar a domicilio. Pero cuidar de enfermos terminales hasta partirse la espalda, cambiar pañales y curar llagas no vale como trabajo realmente proletario. Tiene que ser en una fábrica, para que se corresponda con la iconografía marxista. Y resultó que ese papel –el de escritor fabril- ya lo había pillado otro.