Esperando a los tártaros

por Rafael Balanzá

 El título es un juego de palabras, no muy original pero doblemente literario. Apunta a Buzzati y toca de refilón a Coetzee, situado en la misma línea. Que nadie se alarme por lo belicoso del vocabulario: la munición es solo de fogueo. Me sirve para señalar a dos autores sin duda admirables. En este post, sin embargo, hablaré exclusivamente del primero. A mis veintitantos leí a casi todos los clásicos contemporáneos. Todavía recuerdo, con un orgullo como de alpinista intrépido, mis voluntariosas escaladas de los preceptivos ochimiles de la novela del siglo XX, aquellos temerarios ataques sin oxígeno, en mi época de estudiante, a cimas tan disuasorias como el “Ulises” de Joyce, “La montaña mágica” de Thomas Mann o, incluso –¡aunque nunca pasé del primer tomo, lo confieso!-, la mastodóntica “El hombre sin atributos” de Robert Musil. A esa edad prácticamente leí todo, o casi todo, lo que había que leer: Faulkner, Kafka, Camus, Malraux, Proust, Frisch, Böll, Capote, Fitzgerald, Cortazar… y algunos más que sabrán perdonar a mi negligente memoria.

 No había leído todavía, cosa rara, la celebrada (ahora puedo decir que muy justamente) “El desierto de los tártaros” de Dino Buzzati. Esta obra maestra, de filiación nítidamente kafkiana aunque dotada de personalidad propia, nos habla de la vida como una nada que se desvanece en otra nada más transparente y definitiva, recordándonos aquella degradación sublime del soneto de Góngora: en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada… A través de la experiencia del humano y simpático teniente Giovanni Drogo, destinado en su juventud a una fortaleza avanzada en medio de un páramo, cerca de una enigmática frontera, asistimos a la inútil y desalentadora espera del momento heroico, de la oportunidad grandiosa, de la brillante hazaña que redimirá de su mediocre vaciedad a una vida sin significado. Pero ese momento, el de la gloria, no llegará nunca. Una alegoría de enorme vigencia en nuestros días, por cierto. Y especialmente elocuente si pensamos en el quehacer literario. Precisamente, en la época de Buzzati, expresando la ausencia de gloria todavía se podía aspirar a alcanzar algo de ella, siquiera en el páramo todavía no del todo muerto de la literatura. “El desierto de los tártaros” es ese tipo de novela moderna que ya nadie se atreve a escribir, esa clase de obra que pretende convertirse en una metáfora total, omnímoda de la existencia. Ya no hay esa ambición. Y si la hay se la aplasta en el huevo o se la estrangula en la cuna, no sea que crezca y nos abrume con su fruto melancólico o devore nuestras mentiras de supervivencia con apetito saturnino. Más que nunca, estamos condenados a esperar (sin esperanza) el ataque de los invisibles, de los intangibles tártaros.

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