Frankfurt o la literatura procesada

por Rafael Balanzá

No confundamos la literatura con la industria editorial”, ha dicho Pere Gimferrer hace unos días. Está claro que tiene razón. Tanta razón, que resulta un poco chocante a estas alturas una declaración como esa. Precisamente por su obviedad. Es como si dijera, no confundan a Pedro el pintor, el que pinta al gotelé, con Zurbarán. Pues… gracias, pero no, no lo confundimos. Yo diría que esa clase de avisos estaban justificados cuando la industria editorial y la literatura tenían algo que ver. Y esto me hace pensar en la reciente Feria del libro de Frankfurt en la que España era el país invitado de honor. Ha señalado Alberto Olmos que varios de los escritores seleccionados para representarnos eran columnistas del mismo periódico (Sanchificado sea su nombre) y otra vez estamos ante una denuncia sin duda verdadera, pero que recuerda un poco, cinismo aparte, a cierta intervención del capitán Louis Renault en Casablanca: “¡Qué escándalo! ¡Aquí se juega!” Sí, por supuesto. Claro que se juega. Por otro lado -ya que lo menciono mucho desde que nos seguimos en Twitter-, no quiero dejar de aclarar que el papel de Olmos como columnista me parece encomiable. Cumple una función análoga a la depuradora de la piscina. No puede impedir que la gente siga meando en el agua, pero sin la depuradora la piscina estaría todavía peor. Recordemos que a Olmos el Sistema –Anagrama, Jorge Herralde, es este caso- lo señaló con su uña lacada de sádico mandarín, para luego descartarlo e incluso tratar de borrarlo del mapa. A lo largo de estos últimos 20 años él ha peleado con bravura hasta convertirse en uno de sus más osados debeladores; y eso –justo es decirlo, con independencia de acuerdos y desacuerdos ocasionales- merece un respeto.   

La otra noticia que me ha interesado últimamente tiene, si acaso, una relación muy indirecta con la literatura. Se trata de la reciente encuesta del CIS, y en particular, de uno de sus resultados estadísticos. Al parecer, casi el 80 % de los encuestados se considera feliz. He dicho ya en Twitter que al conocerlo me vino a la cabeza el brutal chiste de Woody Allen en Días de radio: “Allá en Brooklyn, donde crecí, nadie se suicidaba, todos eran demasiado infelices”. Tened en cuenta que este 80% de personas que se declaran “razonablemente felices” se da en el mismo país que encabeza el consumo de antidepresivos y ansiolíticos en el mundo, con 10 suicidios diarios y una cifra de intentos mucho mayor, incluyendo un porcentaje significativo de adolescentes y jóvenes desde la pandemia. Presentamos la tasa de paro más alta de la OCDE, hay casi un 50% de enfermos crónicos y apenas el 14% de las mujeres llegan al orgasmo en sus relaciones sexuales. Pero somos felices. En un viejo y sucio chiste, al saber que las hienas se alimentan de carroña y se aparean una vez al año, Jaimito le preguntaba a su profesora: “Y entonces… ¿de qué se ríen?”. Interesante cuestión. La literatura, la de verdad, nos ayuda a entender que la insatisfacción no es un accidente, ni un signo de incompetencia, sino la condición esencial del ser humano en todas las épocas. Pero en un país cuya dieta lectora puede compararse con las salchichas de Frankfurt ultraprocesadas de un supermercado barato, el único modo que conoce la gente para gestionar el sufrimiento es la negación. O el suicidio, claro. 

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