Se lo debo todo a Gijón.
Se lo debo todo menos el nacimiento y ese fruto en la ingle que me marca como varón -flaco favor en estos tiempos-, para decirlo con el verso mítico de mi triste paisano Miguel Hernández; el poeta sublime y querido que se nos murió jovencísimo de tuberculosis, y de pena, en la cárcel de Alicante, sin que lo dejaran ver a su hijo, aquel pequeño alimentado a duras penas con pan y cebolla. Y por cierto, que en los remozados edificios de esa misma prisión del barrio de Benalúa donde yo me crié han instalado ahora la ciudad de la justicia. Otro golpe cachondo del destino.
En 2009 la crisis arrambló con la pequeña empresa cultural que había puesto en marcha en Murcia y estaba a punto de tirar la toalla, y casi de amortajarme con ella, cuando una llamada telefónica de la escritora Rosa Regás sirvió para convencerme de que yo, (¡incluso yo!), también yo podía ser escritor en estos tiempos. Le había jurado a mi mujer muy poco antes -y os aseguro a vosotros que lo habría cumplido- que si no obtenía algún reconocimiento importante de mi trabajo que lo justificase, no volvería a encerrarme un verano entero a escribir, como había hecho en el de 2008. Aquel año, ella y el peque se marcharon a la playa. Me quedé solo en casa, con las persianas echadas para huir del calor inhumano de Murcia en agosto, tatuándome el cerebro y tachonando mi soledad con el repiqueteo de las teclas, mientras revestía de letras, poco a poco, la sólida osamenta de mi novela. Una vez terminada la obra, ya solo podía esperar que el Golem de palabras cobrara vida y viera mundo. Así ocurrió, gracias al único premio literario de primer nivel y legendaria trayectoria, abierto y limpio, al que puede optar un autor que no cuente con padrinos político-culturales o plataforma mediática adjunta.
Los asesinos lentos se publicó en 2010 y ese mismo verano fui invitado a la Semana Negra por primera vez. En pocos días tendré el honor de participar en ella de nuevo. Por eso me entristece enterarme de que algunos consideran estas cosas (la S. N., el Café Gijón) eventos inútiles, poco acordes con los nuevos tiempos y casi desechables. Los que así hablan, son los mismos que han expulsado a las humanidades de los programas de estudios. Son, también, quienes pretenden expulsarnos (a los que alimentamos nuestra fantasía o, peor aún, la de otros) del paraíso de la biomecánica que controla la productiva y utilitarista Tyrell Corporation -es decir: ellos mismos-.
No se puede negar que en general, por nuestra lamentable historia reciente, la misma que heló el desalentado corazón de amapola del poeta, la cultura en España ha sido, y es, “de izquierdas”. Muchos artistas militan en la izquierda sectaria. Y otros (Arrabal o yo mismo, por ejemplo) en la izquierda pánica, esa que nos da el carné al mismo tiempo que la carta de expulsión, esa a la que nos negamos a pertenecer porque renegamos, como Groucho Marx, de cualquier organización que nos admita. Pero la cultura, la de verdad, no debería entrar en la contienda política ordinaria. Y menos aún en la cochiquera partidista. En eso creo que sí tienen razón quienes hablan de “despolitizar” las citas culturales. No la tienen, ni la tendrán nunca, los que tachan de inútiles tales eventos. O quizá sí. Tal vez sean inútiles, pero es que lo inútil es la categoría precisa para definir lo específicamente humano. Inútiles eran ya el canto alrededor de la hoguera y la mano impresa en la pared de la cueva.
En fin…, si por estas cosas Gijón fuera declarada ciudad inútil, yo imitaría a aquel joven presidente norteamericano que, en blanco y negro y con voz reverberante, dijo desde el balcón del Rathaus Schöneberg aquello de Ich bin ein Berliner. Pues eso, amigos: Yo también soy Gijonés.