Este verano he leído, inter alia, la novela Hadyi Murad, obra tardía de Tolstói y verdadera cima de su narrativa épica. Volver al desabrido rancho de la actualidad nacional desde el aire perfumado y cortante de la cordillera del Cáucaso es también, de algún modo, un acto heroico. Sobre todo porque llevo más de un mes desconectado, mirando la actualidad con indiferencia, con la misma indolente lejanía con que se ven pasar los cargueros (minúsculos, falsos como recortables) sobre la línea del horizonte, desde la arena caliente de la playa.
¿Quién es esa señora, Salvadorilla, que está ahora al frente de la Generalitat? Yo veo a un señor muy flaco, muy serio, con gafas de pasta, que salía al balcón para animarnos durante la pandemia. En cualquier caso, no me cabe duda de que ahora es una señora muy competente. Mejor ella, sin duda, que Puigdemont; quien, por cierto, vino, sacó la lengua y escapó, como esos títeres burlones que se asomaban por las esquinas del guiñol para hacer rabiar a la bruja en los espectáculos de marionetas.
Si hubiera una escala de la épica, con un punto mínimo y otro máximo, el mundo de Tolstói, el de Guerra y paz o Hadyi Murad, estaría en un extremo y la España contemporánea en el otro. Tolstói se empeñaba en ser cristiano, saltando a caballo por encima de su incredulidad. Salía todas las tardes por Yásnaia Poliana a la caza de Dios. Lo perseguía con la misma bravura salvaje que los montañeses chechenos empleaban contra los lobos y contra los rusos. Era un mundo primitivo y hermoso en el que la vida era tan ancha como los valles de Asia Central y no tan larga como las aburridas series de Netflix o las infinitas cintas transportadoras de nuestros aeropuertos.
En nuestro país todo sigue más o menos igual que antes del verano. O sea: igual de pequeño, estúpido y aburrido. Las ridículas querellas domésticas de siempre. La misma depresión posvacacional de todos los años. Y sin embargo, es difícil negar que todo marcha lo suficientemente bien como para que sea soportable (soportado) por la ordinaria, pusilánime mayoría. Salvadorilla en la Generalitat es un claro triunfo de Pedro Sánchez, no tiene sentido negarlo. Otra cosa es que los tenderos socialistas se vean obligados a entregarle la llave de la caja al cobrador de los mafiosos separatistas… Pero así es la vida, claro. Y al paro lo mantienen a raya los sajones que llegan al aeropuerto del Altet en latas presurizadas con alas, para curarse su británica depresión con el sol de España. La industria nacional sigue siendo el turismo, como en tiempos de Alfredo Landa. Y nadie se siente llamado a grandes hazañas como las de Hadyi Murad o Tolstói. Puigdemont ni siquiera se puso una peluca como la de Carrillo, porque sabía muy bien que esa pequeña concesión al mundo de la farándula, al cine de espías y al universo emocionante de James Bond era ya innecesaria en nuestros ordinarios días. Todo es grotesco, ridículo, mezquino… pero nadie envolverá nuestra cabeza en un trapo para pasearla entre los soldados rusos; al menos mientras podamos impedir que el dinámico dúo Orbán-Putin nos birle el Talgo